El número trece había tenido su gran protagonismo a partir de las supersticiones. Muchos le temían incluso sin saber ninguna cosa de numerología o de ciencias exactas. Podía ser como un gato negro que había salido del día de brujas, o como una escalera que te obligaba a cruzar por debajo de ella, para que al hacerlo se sintiera más arrogante. Fuera de algunos mitos, no todos consideraban esa maldad pura en forma abstracta que el número absorbía y emanaba. Menos para ti.
Tú naciste un viernes 13. En la escuela eso se convirtió en la principal forma de intimidación. No faltó el burlón que te decía que todo lo convertirías en infortunio o catástrofe. Otros temían que te les acercaras. Aprendiste de ese error y en los años siguientes mentiste sobre tu cumpleaños. Pero después, en la universidad, reconociste esa farsa y adoptaste al trece de nuevo, con mayor orgullo. Ya tenías argumentos para defender tu postura. Incluso comenzaste a usarlo para tus rutinas o cotidianidades. Hacías trece flexiones, comías trece cacahuates o botanas... escribiste cartas y contaste las palabras para forzar que su número fuera trece o algún múltiplo.
Adoptaste a un gato y lo llamaste "trece". Muy pronto se te pasó aquella euforia inicial y después simplemente dejabas que la vida te sorprendiera con señales como la placa que viste después mientras manejabas.
Un día conociste al amor de tu vida, pero siempre pone la vida juegos interesantes a las personas, como si fueran piezas de ajedrez. Aquella chica era muy intolerante a ese número. Desde el principio aclaraste cómo debían ser las cosas, no mentiste. Si ella lo aceptaba, no había engaño. El amor disfrazó todo. El romance floreció en los primeros tres meses y después comenzó aquel cuento de que "deberías alejarte un poco del trece". ¿Del gato? De todo en general, de la forma en la que comes papas, de esos dibujos que hacías cuando estabas aburrido. Ella quiso cambiarle el nombre al gato.
—Que se llama Doce, o Catorce. Pero Trece no, por favor.
—Vamos, qué te hace el pobre gato. Me ha traído suerte, ¿sabes?
Y así comenzó una de muchas discusiones terribles. En una charla difícil ella estalló y te confesó que por culpa de ese número su madre se había accidentado. Que en alguna calle con ese número había ido a recoger unos productos que compró por internet y que como era noche no había visto el desfasamiento de las placas de concreto en la banqueta. Había tropezado. Los productos se desperdigaron. Sus rodillas se fracturaron. Ahora usaba silla de ruedas y a veces podía caminar algunos minutos con bastón.
Al escuchar aquella historia cediste un poco. La querías y se lo demostraste poniéndole "Seis y siete" al gato. Luego vinieron otros cambios. Muy dentro de ti sentiste que te faltaba algo. Era como negar de nuevo tu fecha de nacimiento.
Salieron a pasear juntos. Evitabas al trece por ella, apareciese donde fuere. Decidiste ingresar a una tienda de libros, mientras que ella compraba dos helados en la tienda de enfrente, cruzando la calle. La viste salir de la heladería desde el interior, a través del cristal. Los coches se detenían en el semáforo y ella continuó. Algún inepto imbécil al volante no se detuvo y no pudiste advertirle. Un poco antes del impacto un hombre la empujó fuera del camino y apenas le dio tiempo a él para tumbarse a salvo. Sólo fueron raspones.
Después de la conmoción ambos notaron que a tu novia la había salvado el trece. Estaba impreso en grande, en la playera del hombre que la había empujado.
Aquel número se redimió. Y lograste, como niño pequeño con helado, conciliar al amor de tu vida con el número de tu vida.
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