Tren Literario

Tren Literario
No hay peor libro que el no se escribe, al negarle la oportunidad de existir. -Kuvenn

sábado, 24 de abril de 2021

Balance.

Cristelle tenía una libreta íntegra, limpia, ordenada, bien escrita. Ya varios especialistas la había diagnosticado con algún problema obsesivo compulsivo. Tenía una lista específica para cada persona conocida: una que decía los favores que le habían hecho y las injusticias. Si la lista de los malos actos superaba a la otra, era tarea de Cristelle ingeniarse diversas formas de balancearlo.

"Sólo cuando las personas alcancen el perfecto y preciso punto de estabilidad, entenderán cuánto daño pueden hacer, y quizá lo disminuyan", era su lema.

Si Cristelle prestaba un libro, anotaba en una hoja, a forma de contrato, a quién se lo prestaba, con nombre, fecha, firma y tiempo de devolución. Alguna amiga bien le había apodado "bibliotecaria amargada", por estas medidas que tomaba.

Estaba por demás explicado que no tuviera novio. Y si los tenía, sólo duraban con ella dos días, cuanto mucho. Pronto eran puestos a prueba, llenaban un formato con vicios y virtudes para ver si eran aptos para un noviazgo sustentable.

—No seas tonta, Cristelle —le decía su mejor amiga, que le aguantaba todas las precisiones—, así nunca aceptarás a las personas, nunca tendrás novio. Quedarás vieja y con gatos.
—Pero sabré cuántos, cómo son, cada cual en su lugar —contestaba Cristelle, sarcástica.

Joanna, su amiga, sabía perfectamente que Cristelle contaba y registraba cada favor. Le había encontrado el modo. Si le pedía dinero prestado, por ejemplo, se lo devolvía en tiempo y forma. Sabía que en algún momento Cristelle podía pedirlo también, para balancear aquel favor. Joanna tenía bien claro que no podía negárselo. Cristelle nunca pediría nada impreciso o azaroso.

Ya en diversas ocasiones Joanna le había dicho que podía ser una perfecta androide. Sabe todo, conoce todo, indaga todo.

—¿Qué no sientes deseos de besar a un chico? —preguntaba ella, curiosa.
—Claro que los tengo.
—¿Y entonces?
—No aparece el indicado.
—Y si aparece, ¿contarás el número de besos que le das para saber cuántos te tiene que dar a cambio?

Reían. Joanna era, también, el catalizador que Cristelle necesitaba para no sentirse tan desdichada por esa obsesión. Y finalmente, en algún sábado inesperado, el chico indicado apareció. Era jovial, risueño, ocurrente. Llenar el formato de Cristelle le había resultado un reto. Lo había aprobado.

Dos semanas estando juntos era un logro definitivo.

—¿Y cómo te soporta? —le preguntó Joanna a Cristelle.
—No tiene que hacerlo.
—¿Cómo? Él es todo lo contrario a ti. Es impreciso, no lleva agendas. ¿Cuántas veces se han besado?
—No seas ridícula, no contaré los besos. No es para tanto. Le pedí por favor que fuera puntual. Y como sabes, él podía pedirme algo a cambio.
—¿Y qué fue eso?
—Nulificar una imprecisión.
—Mira qué listo.

Esto quería decir que Cristelle podía permitir un desbalance, justamente porque ya lo había balanceado así, en esa ironía extraña. Él tenía que demostrar su puntualidad en al menos diez citas y lo había logrado. Se había ganado su derecho, por así decirlo, a dejarla plantada un día, por ejemplo, y ella no le reclamaría absolutamente nada.

La relación funcionó así. Como si fueran logros por buen comportamiento, él había ganado ya el derecho a tres nulificaciones. Hasta ahora no había usado ninguna. Todo había ido a la perfección. Tal y como se había estipulado en el formato. No había sorpresas.

Al mes de estar juntos, él llegó con una sorpresa: era una lista breve de tres cosas que no le gustaban de ella. Se describía allí que, si ella estaba de acuerdo, cambiaría lo que pedía. Solicitó usar sus nulificaciones nuevas. Quería estrenarlas de esa forma, con contranulificaciones. Ella se negó al principio, pero como no había ningún artículo personal en su agenda que lo impidiera, aceptó el reto, aunque parecía complicado.

La lista enumeraba lo siguiente:

- No me gusta que no seas espontánea.
- No me tienes que pagar todo lo que hago por ti.
- Algún día seré imperfecto, sin querer, y si no es grave, me permitirás enmendarlo.

Cristelle aceptó el reto con pequeños cambios. Cada cierto número de favores ella permitía uno gratuito por parte de su novio. Intentaba, en lo posible, no anotar ciertas cosas en la agenda, para ser más espontánea. Le costaba mucho trabajo, entraba en ansiedad; incluso tuvo que tomar terapias con el psicólogo.

Él ideó llevarla a un paseo en las montañas, sobre una canoa rentada, en las mansas aguas de un lago. Eso contribuiría a calmar su ansiedad y no tener tantos eventos azarosos. El psicólogo secundó esa idea.

—¿Puedo llevar la agenda, por favor? —insistió ella con el doctor y con su novio.

Ambos habían dicho que sí.

Toda la pastura mecida por el viento provocaba en Cristelle una renovación y un sentimiento de tranquilidad. No había niños, ni llovía. El viaje en canoa fue perfecto. Él remó hasta el centro del lago y le dijo a Cristelle que cerrara los ojos. En absoluto silencio, extrajo el anillo de compromiso del bolsillo.

—¿Te casas conmigo?

Ella quedó absorta, pensativa. Era demasiado. Se imaginó una casa compartida, sin su orden habitual. Saldrían los defectos. No era un error, pero sí algo precipitado. No había nadie viendo. Calma. Todos los pensamientos se volcaron como si una ola hubiera llegado a la canoa. Ella extrajo la agenda, temblorosa, como para intentar anotar alguna fecha de boda. Luego la cerró. Su novio no la quiso presionar, así que guardó el anillo.

—No respondas ahora. Tómate el tiempo para pensarlo, ¿sí? —le pidió.

Luego remaron un poco más, en silencio. Ella estaba indefensa: quería decir que sí pero también que no. O un rato sí y al otro que no. ¿Para qué casarse tan pronto? Esto apenas comenzaba. Ella volvió a sacar la agenda: tenerla en las manos le ayudaba. Él remaba hacia adelante, estaba tranquilo, intentó sonreír. Luego el destino, metiche, siempre hace algo. Ardillas corriendo en los árboles de arriba hicieron quebrar las ramas. Una que parecía grande se desprendió y él tuvo que maniobrar para que no les fuera a caer en la cabeza. La libreta escapó de las manos de Cristelle y fue directo al agua. El destino le decía: a la mierda de los patos la agenda.

Entró la ansiedad. Se le puso la frente roja. Quería gritar, pero no pudo.

—¡Este es el momento, Cristelle! Cometí un error, sin querer —dijo él—. Puedo enmendarlo con otra agenda, pero no puedo recuperar la tuya.

Ella estaba enloquecida, con mil palpitaciones. Todo estaba en esa agenda.

—¡El anillo, dame el anillo! —gritó histérica, buscándolo.

Lo encontró pronto en su empaquito, en el bolsillo del abrigo de él. Abrió la caja y arrojó el precioso anillo lo más lejos que pudo, hacia el agua. Ahí estaba el favor cobrado, era la forma de pagar. Él no dijo nada, no podía. Después rompió en llanto, inconsolable. Lloró hasta el aburrimiento. Se frotó los ojos mientras él remaba hacia la orilla. Antes de desembarcar, Cristelle detuvo a su novio.

—Con un carajo, torpe, ¡acepto! ¡acepto!

Y lo besó de forma espontánea, sin planes ni agendas ni nada. El balance había llegado al corazón de Cristelle.

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