Tren Literario

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No hay peor libro que el no se escribe, al negarle la oportunidad de existir. -Kuvenn

viernes, 9 de abril de 2021

Los lunares de Mary.

Los lunares de Mary no representaron ningún problema, al menos hasta ahora.

Cuando tenía diez años, le preguntaba a su madre el porqué de esas manchas. Ella le contestaba que un lunar aparecía por los antojos no satisfechos. Cuando estaba embarazada, una noche de luna llena tuvo un antojo intenso, de esos que producían ansiedad. La madre Mary estaba sola, su esposo había ido de viaje por algún trabajo. Llamó a algún hermano para que le trajese strudel de manzana. Todos estaban ocupados o no tenían el tiempo. Ningún vecino había querido hacer el favor. Tan sólo debían ir a la panadería y buscar alguno, ella se lo pagaría. Le explicó a Mary que esa noche nadie pudo conseguirle el strudel, que en alemán significa "remolino". Esa noche se le hizo tal remolino en la panza que tuvo que meterse a la boca algunas nueces secas para calmar el antojo. Por eso Mary había salido con manchas en la parte interna de la muñeca.

—¿Y este otro, mamá? —dijo Mary a sus once años, señalando un lunar que tenía debajo del ombligo.

Ella le explicó que como esa mancha tenía forma de pierna de pollo, había surgido en otra noche de luna llena en la que llovía demasiado; no había podido conseguir una pierna de pollo bañada en salsa BBQ. Los repartidores no se arriesgaron bajo la lluvia, el esposo dormía, en fin. Era otro antojo no satisfecho.

Cada año, como si el regalo fuera saber de dónde provenía cada lunar en su cuerpo, Mary preguntaba a su madre la explicación o historia. Así llegó hasta los dieciocho: edad en la que la madurez mental no le dio para creerle a mamá todos aquellos cuentos. Le tenía mucho aprecio, quizá mamá había inventado todo aquello para tenerla entretenida.

Hoy Mary, a sus veintidós, se miraba frente al espejo. El redondo y hermoso vientre de su embarazo la tenía orgullosa. Comenzó a fijarse también en cada lunar: el de la muñeca, el del tobillo, el del empeine del pie derecho... Tenía preocupación por el de la pierna de pollo, que se había ensanchado por el embarazo, justo debajo del ombligo. Allí sola rogó porque no llegara ningún antojo a su mente. Guardó todas las revistas, no veía la tele. Temía que algún comercial sobre comida apareciera. Había escuchado que muchas mamás comían tierra o ladrillos para sustituir algún antojo no satisfecho. Hoy era un día de luna llena que parecía repetirse: su esposo se había ido a una junta de trabajo en otro país. Mary se preparó: comió mucho cereal, se llenó de lo que tenía en las alacenas. No dejaría que su cuerpo la traicionase. Recordó entonces aquello que algunas amigas le habían dicho:

—Mary, la luna es canija. No te asomes a verla. Si tu esposo no está mejor duerme. Y si te da un antojo, ruega porque lo tengas en casa. Pero no creo, los antojos son cabrones, son de esos difíciles de conseguir.

Frente al espejo, los siete y medio meses de embarazo la tenían alerta. El bebé se movió. Y allí, sin pensar en la luna ni en nada, apareció como por arte de magia un antojo nunca antes imaginado. Ella quería galletas de cebada, como las que comían algunos caballos.

—No, no, hijo, no —le habló a su vientre—... Tenme tantita consideración, a mí que soy tu madre. Vamos, te daré de animalitos y confórmate con eso.

Ella estaba segura de que aquel antojo era en realidad algo del bebé. Nunca es de la madre, es el bebé que siempre pide algo para ver cuánto está dispuesta a hacer su mamá por él. Ya desde allí quería tomarle la medida. Abrió el frasco de galletas de animalitos y las consumió todas: unas veintitantas. El antojo desapareció, pero sólo por una hora.

Mary tomó el teléfono y le marcó a su madre. Tardó en contestar.

—Hija, ¿todo bien? ¿Te pasa algo? ¿Tienes algún dolor?
—No mamá, eso no. Es el antojo. Uno de galletas de cebada.
—Pero si te dijimos que no vieras ni revistas ni la luna ni nada. ¿Carlos sigue en su viaje?
—Mamá no vi nada. Es este chamaco que me pone a prueba. ¿Dónde carajos consigo galletas de cebada? ¿No tienes?
—No mi amor, no tengo, pero deja le pregunto a mi comadre. Te marco enseguida.

Pasaron las horas. Mamá tardó en regresar la llamada. Nadie tenía galletas de cebada. Los bebés siempre tienen un tino para escoger algo que es muy difícil de conseguir. Y eso que Carlos se había prevenido: tenía las alacenas llenas de cosas exóticas, pero nada de galletas de cebada. No le importó: comió de todo y trató de engañar al niño.

—Mmm, ¡riquísimas galletas de cebada para ti, hijo! —le habló a su vientre, mientras masticaba amaranto—.

De tanto comer Mary tuvo asco y fue a vomitar. Después se acostó y se quedó perdida entre sueños.

No volvió a tener ningún antojo. Intentó olvidar aquel duro episodio. En el hospital todo salió bien, el pequeño Carlitos había nacido. Todos estaban felices. Mary quiso tenerlo en sus brazos y lo primero que hizo fue revisarle toda la piel, para ver que no trajera lunares.

Tenía dos: uno en cada planta del pie. Uno era una serie de puntos negros: el amaranto. El otro: una mancha plana, parecida a una galleta de cebada. Mary echó a llorar. No sólo había engañado a su hijo, sino que le había antojado otra cosa. Allí mismo en la cama del hospital, sujetó a Carlos por la manga.

—Yo no sé cómo le vas a hacer Carlos, pero vas y me traes una barra de amaranto y una galleta de cebada.

Y la mamá, que acompañaba a Mary, tejiendo ya una chambrita para Carlitos, echó a reír bajo esos lentes redondos.

—¿Qué, qué mamá? ¿Qué es tan gracioso?
—¡Así son los hijos de la luna, Mary! Este niño ya te midió, justo como hiciste tú conmigo.

Se levantó y le recogió el cabello para encontrarle cerca del lóbulo occipital un lunar escondido, uno secreto del cual Mary no sabía nada. Sacó el móvil de su bolso para tomarle una foto.

—Este, querida hija, fue mi engaño. Una noche que querías una paleta de cajeta. Entonces me comí un chocolatito de esos Kisses, para engañarte. Y mira dónde vino a parar: en tu cabeza. No te dije antes, ya estabas muy traumada con todos los demás.

Mary quedó pasmada. En la foto, abajo de su cabello, se veía un pequeño remolino con un lunar que tenía la forma redondeada de gota de agua, justo como el chocolate recién descrito.

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