Le ajustaba perfectamente a la niña. Cuando fue bautizada, su madre sabía que no había otro nombre para ella: risueña, alegre, como el campo. Creció entre la vida al aire libre: todas las tardes se sentaba a ver las aves. Veía el viento peinar las flores del mismo nombre en la ladera, todas multicolores. Entonces Gladiola echaba a correr y se tumbaba entre todas las flores para que el viento también la despeinara, mientras que su madre recogía algunas para ir a venderlas en la plaza de San Pino.
La frecuencia de las visitas al pueblo le valió a Gladiola algunos amigos y pretendientes. Estaba en plena primavera de juventud. Cierta tarde se llevó una falda multicolor, como las flores. Se sentó en la orilla de la fuente mientras esperaba a su madre y un tal Cipriano la abordó para conocerla.
—¿Y qué hace una flor esta tarde? —preguntó él.
—Nada —contestó ella, alejándose un poco.
Luego Cipriano, bastante listo, se alejó para espiarla. Observó cómo la madre de Gladiola salía de una florería con algunos encargos. Pronto se adelantó a recibirla.
—Señora, permítame ayudarle —decía solícito.
—Gracias joven —contestaba ella complacida.
Cipriano sabía que para ganarse la atención de Gladiola era necesario quedar muy bien primero con Rosa, su madre. La ayudó con los encargos, durante varios días, hasta que la confianza y el tiempo quisieron que ella misma le presentara a su hija.
—Hija, Gladiola, ¿ya conoces a Cipriano? Es buen muchacho.
—¡Gladiola! ¿Y qué hace una hermosa flor esta tarde? —insistía él.
—¡Nada! —contestaba ella, esquiva.
Cada visita a San Pino comenzaba a volverse fastidiosa para Gladiola, porque sabía que Cipriano estaría allí en la fuente para abordarla. Los demás pretendientes se habían alejado, por supuesto. Cipriano no era feo, pero algo tenía, un "no sé qué" que no terminaba de agradarle a la muchacha.
—¿Y esta florecilla ya está comprometida? —preguntaba él.
—¡Ya! —respondía ella inmediatamente.
—No es cierto, Gladiola. ¿Dónde está pues?
—Muy lejos, lejos de aquí de San Pino.
Gladiola se quitó de encima las insistencias de Cipriano, tanto como pudo. Lamentaba no tener a su padre, quien había fallecido muchos años antes, por alguna falla en el hígado, algo así había dicho el médico. A su padre lo había mordido una serpiente venenosa. Y ahora así sentía Gladiola la sigilosa maniobra de Cipriano para entrar cada vez más en su vida.
Arriba, en la montaña, en la pradera de gladiolas, ella se sentía libre. Tenía un amante que veía a escondidas de su madre. Se alejaba un poco más de la cabaña con el pretexto de ir por agua. Entonces lo veía y caía rendida en sus brazos. Olía como la frescura del rocío de la mañana. A él y sólo a él le contaba las cosas.
—Un tal Cipriano me tiene harta. No sé qué hacer —le decía—. Parece merolico quedando bien con mi madre. Habla y habla. A veces me da miedo, siento que no es honesto. Sólo me quiere echar a perder la juventud, cielo.
Su amante la abrazaba con más fuerza y no le decía nada, porque era mudo. Era perfecto para ella: podía escucharla y comprenderla. Todo lo contrario de Cipriano: no estaba de encimoso, se atenía a los tiempos de ella, era paciente.
Se llegó el día temido. Su madre, pensando que Cipriano era muy gentil, lo había invitado a la casa a comer. Sería una sorpresa para Gladiola, que no sabía nada. Era domingo. Ese día no habría visita a San Pino; ella se sentía segura en la cabaña. Como a medio día tocaron la puerta y apareció Cipriano como un tonto, con un ramo de rosas. ¡Rosas, y no gladiolas!
—¡Como la flor no me abre su corazón, yo vine a verla! —dijo, medio fingido.
—Pasa muchacho, pasa —dijo la madre.
Y Gladiola sólo podía mirar a su madre con ojos venenosos. La "serpiente" estaba allí en su propia casa. "¡Qué ingenua eres, mamá!", pensó. Supo que tarde o temprano Cipriano la mordería. Pronto se fijó ella que escaseaba la leña.
—Hija, espero que reconsideres la amistad de Cipriano —dijo la madre, mientras preparaba el café.
—De acuerdo —fingió Gladiola—. ¿Voy acá atrás por más leña?
—Ajá —respondió la madre.
—¿Le gustaron las flores a esta otra flor, Gladiola? —interrumpió Cipriano.
—Sí, están hermosas las rosas. Gracias —dijo ella, pretendiendo dejarse convencer.
Esa tarde se hablaron de muchas cosas. Cipriano pidió el permiso de la madre para cortejarla, para venir a verla con cierta frecuencia. Ella toleró todo aquello durante la comida, hasta que el muchacho se despidió. Estando solas la conversación cambió bruscamente de tono.
—¡Mamá! ¿Qué te pasa? No me gusta, no lo quiero. ¡No tienes que hacerme este favor! ¡No quiero que venga!
—Pero hija, es buen muchacho, acomedido. ¿Qué más quieres? No me digas que los otros de San Pino...
—No mamá. Presiento algo. No sé cómo decirte pero no...
No llegaron a ningún acuerdo. Esa misma tarde Gladiola fue a ver a su amante. Quería escaparse con él, pero era imposible.
Por otro lado, Cipriano, que era muy listo, no se había vuelto a San Pino, se había quedado cerca para seguir a Gladiola y tomarla por la fuerza. Ella permanecía en brazos del amante, sollozando, tratando de idear un plan de escape. Le hablaba, le suplicaba. La hora crepuscular se acercaba. Entonces la serpiente salió de su escondite.
—Ahora sí, florecita. ¿Te me vas a negar? —dijo Cipriano, filoso en sus palabras.
—No te metas conmigo. Lárgate —contestó ella, buscando ya una piedra por si acaso.
—¿Y tu novio? Me mentiste.
El amante estaba allí inmóvil. Era un árbol. Gladiola se había enamorado de un árbol. No pudo hacer nada. Cipriano se adelantó para tomarla de las muñecas y la sometió contra el tronco. Forcejearon. Él quería besarla a como de lugar. Ella pateaba, sollozaba, nadie podía oírla.
—¡Te vas a deshojar Gladiola, mejor no te resistas! —le decía Cipriano.
El viento sopló con más fuerza, como si supiera la naturaleza que allí se iba a cometer una atrocidad. El vestido multicolor de Gladiola se levantaba y revoloteaba como si fueran pétalos que pronto se marchitarían. En un momento crítico él la abofeteó. Ya no había nada que hacer. Ella estaba rendida. El cielo tronó por la pronta lluvia.
Entonces el árbol crujió: una rama gruesa se había desprendido, sólo para producir un sonido hueco sobre la cabeza de Cipriano, quien cayó muerto al instante. La naturaleza, quien amaba a Gladiola, hizo justicia.
Comenzó la lluvia. Ella se aferró a su novio, a su amante callado, mientras la llovizna le disimulaba las lágrimas. Él había dado un brazo para salvarla. De su cuerpo húmedo se desprendía un hermoso olor a corteza, a hierba fresca. Y así, sin decir nada, Gladiola, cual flor vuelta humana, posó sus labios sobre el bendito árbol: el primer beso más amoroso y natural que hubiese imaginado.
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