Tren Literario

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No hay peor libro que el no se escribe, al negarle la oportunidad de existir. -Kuvenn

jueves, 8 de abril de 2021

El hallazgo.

El profesor Wellington había hecho un hallazgo, en la parte media del jardín. Era ese tipo de hallazgo que pondría nervioso a cualquier arqueólogo respetable. Había forrado casi toda el área verde con domos blancos, con el pretexto de que aquello sería un buen invernadero. Así se había librado de dos problemas: no tendría que dar explicaciones a los vecinos fisgones y podía excavar a gusto, sin ser observado.

Pronto aquella tarea del jardín le obsesionó más de la cuenta. Después de impartir las clases en la universidad, si no tenía ninguna junta urgente, se apresuraba a casa para continuar con la excavación. "Nada demasiado evidente", se decía. Todo el trabajo lo realizaría con pala, pico y carretillas. Allí abajo reposaba un cofre antiguo con algunas vasijas o figurillas de barro para su colección privada. O al menos, eso decía en la bitácora que había estado leyendo en el sótano. "A nadie le interesa esa basura", le había dicho el dueño anterior. Allí, en algún baúl polvoriento estaban montones de papeles: testamentos, notas, hojas de valor sobre reliquias.

La excavación duró una semana, hasta que pudo bordear perfectamente aquél cofre sin perturbar su integridad. Estaba dispuesto a abrirlo allí mismo, con los guantes puestos y con el equipo de brochas listo para remover el polvo acumulado, pero recordó que no había terminado de leer la bitácora y que era una mejor idea enterarse de algo importante. Continuó leyendo:

"No quise donar a ningún museo estas figuras. Los curadores eran capaces de quitarme todo, de invadir el sitio donde las encontré. Así ocurre siempre con los representantes de organizar las colecciones. Los historiadores son más gentiles al respecto, pero no quiero arriesgarme. No sé lo que tengo entre manos, pero desde que las extraje han estado sucediéndome cosas muy malas. No, no es posible eso. Yo no creo en charlatanerías. Nadie es capaz de imbuir maldición alguna en algún objeto inanimado. Y como sea, las he envuelto en sábanas y depositado en el baúl".

Wellington tampoco creía en maldiciones. A lo largo de su carrera había participado en numerosos sitios arqueológicos. En alguna misión lo habían enviado al Cairo para examinar e interpretar la fecha de algunas vasijas. Y si allí, en Egipto, que era el sitio donde más se hablaba de maldiciones, no le había sucedido nada, mucho menos ahora con restos de alguna cultura que procedía, aparentemente, de suramérica. Se enteró que el autor de aquella bitácora era en realidad un exorcista que había viajado bastante, además de alcohólico. Hojeó y pasó algunas páginas que no le parecían tan importantes, pero se detuvo en una que marcaba una advertencia.

"Como es supuesto que alguien encontrará estas notas, le ruego. No, le suplico que bajo ninguna circunstancia abra el cofre. Allí está, en el fondo, cubierto por todas las reliquias, el objeto más desgraciado y lleno de desgracias que alguien pudiera tener".

Para Wellington, aquello tenía una interpretación múltiple. "Sí claro", pensaba, "la advertencia primigenia del poseedor del tesoro para ahuyentar a saqueadores. Y luego, la desgracia alcanza sólo a los que no saben interpretar el valor histórico de las cosas". Él sabía que el mundo estaba susceptible a la ignorancia. En la bitácora no se mencionaba cuál era ese objeto: podía ser un arma, alguna jarra con cenizas de alguien, algún documento que evidenciara un engaño en la historia de la humanidad.

"Yo ya no podré detener el destino de quien lo encuentre. Sólo me queda esperar que le entre razón al que me esté leyendo. Hay cosas que están mejor enterradas. Si hay algo de verosimilitud en estas notas, es la certeza de que las escribo sin una gota de alcohol encima. Logré encerrar a un demonio en la figura de arcilla, pero ya es tarde para mí. Poco a poco me he ido consumiendo. Me he avejentado diez años en una semana. Ahora que estoy lúcido escribo estas memorias, porque no sé cuánto más pueda soportar".

Luego se interrumpían algunas páginas y adelante se formaban palabras sueltas: "tarde", "ahora", "final". Wellington cerró la bitácora. Quedó reflexionando algunos minutos, se frotó las manos y rompió el cerrojo que tenía el cofre. Fue extrayendo pedazos de ropa vieja, porcelana rota, piedras, fotografías, documentos ilegibles deteriorados por la humedad. Justo en el fondo encontró algo envuelto con una tela gris, enredado con varios cinturones. Lo desenvolvió con cautela y no pudo evitar sentir una gota de sudor que le viajaba por la sien.

Reveló al final una escultura vieja de arcilla, sin cabeza. No había sido cocida correctamente, porque tras manipularla un poco se le desbarató entre las manos, revelando una botella de ron de mucho tiempo atrás. En su etiqueta aún podía leerse lo siguiente:

"Ron Demonio. Capaz de curar exorcismos".

Wellington quedó en silencio. Levantó la botella para verla a contraluz y evaluar el contenido. El color del ron le atrajo. Comenzó a reír, enloquecido de simpleza. Destapó aquella botella, dio un sorbo, lo escupió y luego arrojó la botella, que se hizo añicos.

Del profesor Wellington se había burlado un muerto.

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