Antes de apagar la lámpara de la mesita al lado de tu cama viste una sombra inusual en el techo, pero tu mano se adelantó y quedaste a oscuras. Volviste a encender la lamparita. Aquello se movía: se parecía a un pececillo de plata o alguna polilla que había decidido pasar la noche allí. Aunque ya estabas bastante cómodo, te levantaste para encender la luz principal al centro del cuarto. No le hubieras dado mayor importancia, pero la culpa la tenía una tía que te dijo alguna vez algo sobre los insectos: "Todos sin excepción esperan a que te duermas para introducirse en tu cuerpo, ya sea por la boca, la nariz o los oídos". Aquello sonaba absurdo, pero una parte de ti lo creía. Una parte tuya no lo superaba.
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