Ella es poco tolerante, sagaz, pero antes fue ingenua, melosa, se pegaba demasiado a su complemento cuando veían una película juntos. Ahora lleva un año sin salir con nadie, ni besar, ni amar, ni acostarse ni masturbarse. A veces le importa, otras está tan bien como si no existiera la belleza de un romance. A veces tiene envidia de que otras tengan hijos en brazos. En ocasiones le viene la ira porque ha visto a dos grotescas bocas juntarse descaradamente en el transporte subterráneo. A veces guiña el ojo y coquetea.
Hoy, después de un año, consigue una cita. Le gusta, es conquistada, porque antes fue al revés. Todo es dulzura, delicadeza y cero pleitos. Pone las cartas sobre la mesa: “¿Estás de acuerdo en que al primer indicio de discusión esto ya no funcionará?” Él afirma complacido.
A los tres días él llega tarde, pero ella está entretenida leyendo buena literatura del Arcipreste de Hita. Son quince minutos los que falló en puntualidad. Mismos que ella usará para ignorarlo hasta que se compense el tiempo. “Dame quince minutos”, le dice. Él saca el primer indicio de enojo. Ya quiere discutir. Ella azota las páginas del libro al cerrarlo. “Hemos terminado”. Se va. Es libre. No quiere depender de estupideces. Y lo cumple porque juega a creer que existe un noviazgo donde no hay discusiones estúpidas.
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