Ya tengo todo bien ordenado: los muebles, los libros, los alimentos. En ocasiones, como sucede con el calendario y los días, hay un desfazamiento casi imperceptible. He tenido que empujar los libros unos contra otros para que sigan alineados, buenos libros, novelas ricas llenas de entretenimiento. He perdido cuatro o cinco o seis, seguramente se los llevó la distancia y el tiempo. Es imposible recuperarlos ahora. Pero los que tengo están en buen estado, pastas duraderas, hojas sin rasguños. He marcado en una gran pizarra todas las fórmulas importantes que me resuelven los problemas del desfazamiento. A veces se separa mucho Cervantes de otros autores, a veces Lope, a veces autores contemporáneos. Ahora ya está controlado. Pongamos por caso, un martes aparece un libro diez centímetros más lejos, lo ajusto y espero hasta el jueves para reacomodarlo. Los cálculos ayudan bastante, la física es muy interesante en estas circunstancias paradójicas: quietud en movimiento.
Después de hojear algunos versos de Lope me da hambre y busco en la alacena una lata de atún. Tengo reservas impresionantes de esos alimentos. Cajas y más cajas con latas de atún que no caducarán hasta dentro de unos diez años. En ocasiones lo combino con chile, aderezos y otras sustancias que varían el sabor, para no caer en la locura de la repetición alimenticia. Ni hablar, no tengo acceso a otro platillo que no sea proteínas enlatadas. Además es ligero y no duele el estómago, hay que cuidar en estos especiales casos la digestión. El verdadero problema, irónicamente, es la necesidad de movimiento, de deporte, de ejercicio físico. Hago levantamiento de libros, los más pesados, para fortalecer mis brazos. Y después de todo este ajetreo, procuro descansar en un sillón agradable, voy por ornamentos y pisapapeles para sujetar las sábanas. Y sueño con un hermoso sueño donde estoy de pie, sobre una pradera.
Según el calendario: llevo seis meses y tres días cayendo por este enorme agujero. A los dos días se me quitó el dolor de estómago y los nervios se me hicieron de hierro. A los siete, aprendí a no rasparme contras las paredes de piedra. A los quince días diseñé el arreglo perfecto de los muebles. La gravedad es constante y no hay más aceleración. Creí al principio que la verdadera gravedad del asunto consistía en que moriría. Pero sigo cayendo, leyendo y cayendo, comiendo y cayendo, durmiendo y cayendo, acomodando los libros... Aprendí a flotar y me hice unas alas para impulsarme entre los arreglos... ¡lluvia de diamantes! La esquina del ropero chocó horriblemente contra una roca y liberó gemas. Todas para mí, con gran valor y no valen un centavo.
Y sin embargo, se mueven.
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