Del núcleo a las vías agitadas, de la tranquilidad al dinamismo: un pie delante del otro. Y te repites. Llega un momento en el que te preguntas si no eres tú quien se mueve, sino el suelo mismo, te quedas en el mismo centro de la pantalla. Coordenadas: cero, cero. De la familia a la soledad encasillada, como huevos en un cartón: se ven pero no se pueden hablar. Así es estar dentro de esos armatostes mecánicos no silenciables, una separación móvil. Entonces no te has movido realmente, sigues encerrado, prisionero entre tanta individualidad, pero estás realmente solo.
Crees que existes durante esa transición de muchedumbres. Copioso movimiento. Emulación humana del transporte. Lo que es peor: la ironía de llevar a una mascota en una casa portátil al veterinario. ¿Quién es el transporte ahora? Las miradas no son más que unos pincelazos de figuras semivivas. Allí la sonrisa quedó prohibida en la Constitución Eterna del Manual sobre las andaduras por los espacios abiertos con desconocidos. Es la soledad urbana, tan solitaria como ella misma y sus masas con nombre de humanoides. Las corrientes, o te unes o te arrastran. Es el flujo diario de las rutinas. De casa a casa prestada donde prestas parte de tus habilidades. De espacio confinado a otro. No hay arquitectura de paisaje para la prisa. No hay maravillas que ver para la agitación de metrópoli.
No hay sorpresas, porque todas las posibles conversaciones ya han sido controladas: ¿La hora? ¿Qué calle? ¿Dónde queda? ¿Por dónde está? ¿Cómo utilizo la tecnología complicadísima de recargar la tarjeta del transporte? ¡Qué buenos tacos! La cuenta. Buenos días, buenas tardes y noches buenas. Hasta mañana. No esperes encontrar nunca un: ¿Lloverá hoy? No es nada básico, la soledad urbana no concede esos permisos. Múevete. Permanece de pie. Siéntate. El manual de la urbe no lo dice abiertamente, pero en letras pequeñas prohibe la recreación. Sube, baja, rápido, no estorbes, tengo prisa.
Espera un momento, el milagro sucede, ese rostro se transformó en sonrisa (es que es de bebé que no sabe ser hipócrita ni temeroso). Ya decía yo. Una maravilla perdida: la mariposa ovula en la flor de ese jardín. ¿No la ven acaso? ¡Hey! Allí está. Es inútil. Invisible para ellos. No hay tiempo para eso en la soledad urbana. Hay cosas automáticas: les he diseñado una televisión para que sigan llenando su cabeza de tonterías mientras viajan. Espacio cerrado en movimiento con desconocidos es igual a cero posibilidades de conversación. ¡El bar! ¡El antro! Estás solo en el transporte. Y además estás sólo en el transporte.
Ya los clasifiqué: el del ipod, el del celular, el del libro, el acompañado (pero siguen solos), el perdido en las avenidas que pasan rápido por la ventana, el dormido, el indiferente. Espera, veo algo más, no puede ser, es uno que juega con un cubo Rubik, eso es novedad. Pero está solo también. Tengo un comentario pertinente sobre acertijos matemáticos. Mejor no, porque nos separa una barrera de soledad increible que el sistema impuso. ¿Qué tal si me autodestruyo sin querer?
Se abren las puertas. Se cierran las puertas. No me empujes. ¿Quién entró? No me alcanza, para la otra sí que tengo mi lámpara que no requiere baterías. La cantaleta, ¿ensayada por mucho tiempo? Algo diferente: un ciego en el subterráneo. ¡Se va a caer! Ah no, lo tiene medido. Está más solo que los otros. Ya me subo. Primer vagón, viendo a la fabulosa mesa de controles. ¡Qué emocionante! Se me acercan las luces y las vías a toda velocidad. ¿Qué no lo ven? Es un espectáculo de aproximación tunelesca. ¡Allí está! No pueden escucharme. Me oyen, pero están sordos. No estoy loco, estoy solo como ustedes.
Bajo. Día otra vez. A respirar. Luz verde para mí. ¡Para! ¡Para! Horror, armatoste del demonio. Lo veo. La rutina se ha roto (y también su pobre costilla). Por curiosidad sigo a la caravana de vehículos del desafortunado anciano solitario. En el hospital. Una visita. ¿Quién eres? Un observador. ¿Estás solo? No, te he acompañado hasta el hospital en secreto. ¿Vives? El médico asiente y afirma. La enfermera me azota súbitamente contra la rutina: ¿Es usted algún familiar? No, estoy solo y usted también y el anciano también ahora por su culpa y su incumbencia.
Sentado de vuelta en el transporte, todo pasa afuera a la misma velocidad. Es la soledad urbana. Aquí no hay parentescos, uno tiene que crearse el milagro. Mi pie siente algo. La pelota con carita felíz rodó hasta aquí. Alzo la mirada y busco al dueño. ¡Es dueña! ¿Me sonríes? ¡Hola pequeña, estaba tan solitario! Toma la pelota. Intercambiamos un gesto dulce. ¡Oh no! La madre está sola y ahora separa a su hija de nuestro trance. ¿Qué no lo ve? ¿Qué no ve que tengo una amiga en todo este desierto de muchedumbres? Mis manos y mi rostro hundido en ellas. De nuevo solo. Zumbido horrible, no tienes que durar tanto para hacerme saber que estamos en otra zona, mismo comportamiento solitario.
Un pan. Veamos. Mi mano siente que son cinco dineros, mis ojos confirman que diez. ¡Una dona llegará a mi boca en unos minutos! La elegida es... ¡tú, con jalea de fresa! Pero un momento, ¿qué es esto? El milagro ocurre de nuevo: del otro lado de la repisa de panes seguro hay otra dimensión, encontré un amiguito. Hacemos un intercambio de dulces gestos. Mira, se te cae el chupón. La madre no está sola: me sonríe también. La dona a cambio de mis dineros. Transacción exitosa con el cajero. La voy a morder... ¡se me adelanta el niño de tres años! ¡Niño travieso! La madre lo va a reprender. Aquí viene... lo presiento... el eclipse de la compañía, la soledad se ahoga, se la traga abruptamente el momento, lo siento, ¡aquí está! ¡La soledad urbana se va por instantes!
¡La maravillosa cachetada refrescante de que hay vida en este planeta! ¡Perdón señor, mi niño es un mal educado! De ninguna manera, señora, esto me devuelve la vida que he perdido. Señor, insisto, le pagaré la dona. ¡No se atreva ni a pensarlo, que esta dona es de su hijo! Peleamos con sonrisas. Dos minutos de duelo, yo gano la batalla.
En mi casa por la noche: diario de la soledad, hoy encontré una puerta hacia la amistad, me siento un porcentaje menos solitario que ayer. Y algún día, cuando tenga un bebé propio en mis brazós, dejaré que muerda la dona ajena de una noble alma perdida en esta soledad urbana que me hace añicos cada vez que puede. Y sucederá el milagro. Habrá dulces gestos.
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