El que no se comunica se muere. El punto máximo (al menos hasta ahora) es la comunicación verbal, pero hasta los sordomudos usan un lenguaje. El que no se comunica fallece tempranamente, pues hasta el moribundo se comunica con últimas claves de secretos de herencia. ¿Y los gatos no hablan? Sí, pero el rango de comunicación tiene otras frecuencias. Ultimatum: lenguaje es vida. Tanto, que por muy inverosímil que parezca la historia siguiente, demuestra y comprueba la muerte segura o el deceso de funcionas vitales tras la falla comunicativa.
Después de que la llave abre amablemente la puerta principal de casa, hago el traspaso de los mundos y obtengo paz hogareña. Inunda las habitaciones un silencio agradable, que agarra de la mano solamente a pequeñas gotas de lluvia. Saludo a los muñecos de peluche que están en la repisa. Sé que me escuchan aunque no hagan comunicación de dos vías. Y el idiota del psicólogo cree que al comunicarme con ellos soy yo mismo reflejando el habla para no quedarme mucho tiempo sin hablar. Abro la puerta del refrigerador: ¿qué tienes hoy para mí, granuja? Encuentro lo que ha sobrado del pavo de anoche y lo consumo después de haberlo calentado un poco en el microondas. Se me viene a la mente "las bodas de fígaro" y las canto, subiendo el nivel a propósito para que el estúpido vecino azote su ventana. Sí. Esto es comunicación. El mensaje ha sido enviado, tiene que cerrar sus ventanas con rudeza para hacerme saber que odia la ópera. Mi voz no, es demasiado hermosa de tenor como para que la repudie. Pero ¿qué estoy diciendo? El ignorante pedazo de hombre a medias seguro que no sabe ni lo que es una buena ópera casera cuando está a punto de comer un pavo de la noche anterior recalentado.
Ay no. La vieja de arriba otra vez tiene el televisor encendido con volumen perfecto para categorizarla como vecindera. Esto no es una vecindad. Interrumpe mis bodas de Fígaro, tanto que las practico. Veamos, comunicación hábil contra vieja vecindera. Si voy educadamente y le pido que baje el volumen no lo entenderá, su cerebro no da para más. Quizá si le hablo en su propio idioma y agarro una escoba y pego en el techo... No me voy a denigrar. Mejor me compro un micrófono y lo conecto a los altavoces para que todo el mundo sepa lo bien que se me da la ópera casera. Es broma. Pero cualquier intento de interpretación humana espontánea es mejor que esa telenovela de porquería que resuena en las varillas del edificio y luego en la trabe. Ah, como el piano a ocho manos del señor Pirolo. Pirolo se apellida. ¿Pirobolo? Da igual. A ocho manos digo, tan rápido y sin forma, como gatos danzando en las teclas, pero mil veces divino y superior a la barulla altisonante de la telenovela de la vieja.
Unas horas después se me concede el deseo: por fin le ha dado sueño a la vieja ignorante. El señor Pirotolo ha creado una obra perfecta. La llamo: "Maldita mente retorcida". Única en su clase y jamás se repetirá. Espero en verdad que no la haya grabado. Ya sé que todos necesitamos escuchar ruido en algún momento, porque el que no se comunica se muere. Y heme aquí, platicando con ustedes los peluches de la repisa. Y si analizamos la situación detenidamente, notaremos que el televisor de la gárgola está encendida siempre porque se siente sola y al escuchar la bulla se alegra con interpretaciones de vidas ajenas. Son un espantajo irreal.
Una hora más tarde tocan el timbre. Debe ser mi visita. Me apuro a colocar "las bodas de Fígaro" en el equipo de música para recibir a mi invitado con una gustosa bienvenida. Eso hablará bien de mí. No quiero imaginar lo complicado que sería charlar teniendo de trasfondo el televisor todo el tiempo y durante toda la visita. ¡Vieja tonta! ¿Para qué demonios lo enciende cuando la visitan si no van a verlo? Le abro a mi invitado. Es el señor Filgrims. ¿Silgrim? Bueno, lo saludo sin pronunciar su nombre con una franca sonrisa que embellece mis pómulos. Hago coincidir perfectamente la parte que me fascina de las bodas de Fígaro con la apertura de la puerta para que parezca que está entrando en un castillo y que es un personaje de impecable reconocimiento. ¿Pilkrims? Bueno, le invito una copa llena de ajenjo. El señor Pinkins es mudo, pero sabe escuchar. Escucha como alguien que no tiene nada que decir. Es realmente bueno haciéndolo. Sirvo la comida, que consiste en pavo de la noche anterior con ensalada (ojalá no se dé cuenta porque pareceré de baja categoría), y charlamos durante horas. Él me dibuja sus ideas en una libreta que es como su hijo.
Maldita vieja, ya lo encendió de nuevo. Arruina siempre las mejores partes de las bodas de Fígaro. El señor Mingrims pretende retirarse. Claro, es culpa de la vecindera y su televisor con síndrome de "down". Ya me decidí. Ahora mismo subo con mi mejor diplomacia para reventarle la cabeza a la chismosa metiche, pero cuando estoy a punto de tocar su puerta escucho que otro cohabitante sale de su departamento. Me regreso como alguien que viene de la azotea, con naturalidad. Este tipo me sigue y su comunicación es fática. Es un buen hombre-perro que se ha aprendido frases: ¿Me regala unos limones? ¿Me presta jabón? ¿Me da un poco de azúcar? Con él no charlo, sólo le entrego las cosas y pretendo tener lastimada la laringe de tanto cantar las bodas de Fígaro. Creo que el vendedor de camotes tiene más cultura que este cohabitante de ocasión. Un buen día le hablaré y lo primero que le diré será: ¿Me presta su cerebro para regalarle algo de intelecto para llevar? Listo, ya le doy los jitomates que me pide. Entre los buenos va uno podrido, cortesía de la casa.
Recupero mis planes de reclamar, pero sale la vieja y no quiero toparla en los escalones. Me encierro y azoto la puerta para comunicarle que me enfada su presencia. Demonios, me acabo de denigrar, pero es que no se puede ser un caballero con ese espantajo. De verdad que no se puede. Que se vaya a chismorrear mientras preparo mis artilugios para un grandioso "picklock" de su cerradura. Es como hacer cosquillas para que la puerta se abra. Es el ábrete-sésamo moderno. Veo libertad segura por los escalones y corro para infiltrarme en el horrendo hábitat de la gárgola. Y entro, sí. ¡Qué de porquerías! Porcelanas, porcelanas altas, porcelanas baratas, porcelanas de adorno. Y el maldito televisor encendido. Ahora me dispongo a hacer un "fix" y un "hack" en el aparatejo. Sí señor, me han contratado para deshabilitar la función de volumen, será igual a cero, y será divertido hacer que se prenda y se apague a voluntad de mi control remoto. Pero no he terminado y escucho llaves, ¡la vieja no se tardó como esperaba! Me encierro en su baño, ¡qué asco!
Una hora después sale la vieja de su departamento. Afortunadamente no ha querido entrar en esta prisión horrible. Termino mi trabajo y regreso a casa, pongo de nuevo las bodas de Fígaro. Y comienza la diversión. Clic. Clic. Se apaga, se prende, sin volumen. La muy cínica grita a voces enteras, de ventana a ventana: "Doña Margo, ¿su televisor sirve?" Me revuelco de la risa. Créanme, peluches, a esta vieja no se le puede tener lástima alguna, no es una anciana benévola. Es una vieja entre los cincuenta y sesenta que aparenta mayor edad, divorciada, con el pelo corto de las señoras de su baja clase, chismosa, metiche, amarranavajas, criticona, un asco de persona. Después de que escucho el interruptor manual con mi estetoscopio pegado al techo, me vuelvo a reír. La vieja no sabe qué hacer, no hay nada que pueda hacer. Ni llamar al técnico. Escucho un azotón. ¿Se habrá desmayado?
Dos horas después va la gárgola al hospital. Dicen los chismes que se salva, que sólo fue un tumor. Claro, dejó de "comunicarse" con su televisor la maldita. Bueno, la visitaré en el hospital con una fabulosa hipocresía y con un buen libro bajo el brazo para regalárselo. De camino se me ocurre que si el señor Sigfrid me preguntara a mímicas porqué le llevo el libro a la vieja... Si el hospital tiene televisor, le quito la maldita pantalla, le dejo el hueco y meto allí el libro, para ver si logra fundir al menos un fusible en el arruinado cerebro de la vecindera.
Uy, qué alarma. Siete gentes chismosas visitándola alrededor de la cama. Y todos comunicándose con el televisor del hospital. Qué bonito sería escuchar las bodas de Fígaro mientras explotan todas las pantallas de televisor de este muladar. Y al final movería mi varita de director de ópera prima...
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