Tren Literario

Tren Literario
No hay peor libro que el no se escribe, al negarle la oportunidad de existir. -Kuvenn

domingo, 12 de septiembre de 2010

Olvido mortal.

Cuando bajé por los escalones me encontré con su figura agachada, rodillas y manos contra el suelo, tosiendo arduamente, jalando aire como si las bocanadas fueran las últimas del mundo.

La puerta secundaria del condominio se orienta hacia el jardín, lugar donde rara vez se ve a alguien paseando por el difícil acceso desde otras direcciones. La entrada principal es justo por donde yo pasaba, mirando, sorprendido, al pobre hombre que casi se convulsionaba aferrándose al pasto. Si tomamos como referencia a esta puerta, considerándola el oriente del jardín, todo el occidente se halla bloqueado por un muro de piedra en mampostería cuatrapeada. El norte y el sur se hallan bloqueados por rejillas de acero. El segundo acceso es paralelo al principal, pero ahora bloqueado por arbustos y árboles frutales. El tercer y último acceso pertenece a otro edificio cuyas puertas están la mayor parte del tiempo cerradas. Así que, por mayoría de dificultad de acceso, el jardín es rara vez visitado. Pero ahora el hombre se desplomaba con las manos temblorosas.

Me acerqué hasta él con determinación pero sin mucha prisa. Para fortuna o desfortuna, no soy de los que se alarman y pierden el control ante situaciones de peligro. Una vez de pie junto a él, hice las deducciones inmediatas: este hombre se estaba atragantando, o al menos se ahogaba con el propio aire. Le di la media vuelta con los brazos, quedando el cuerpo boca arriba, y tras colocar la palma de la mano donde detecté su diafragma, propiné un golpecillo seco para hacerlo reaccionar. Después de una tos exagerada el sujeto habló con interrupciones, sonriendo y agradeciendo la ayuda. Me senté cómodamente a su lado, conservando la distancia y la libertad que requiere un recién salvado, y esperé a que recuperara el aliento para charlar.

— Es que tengo un problema.
— Sí —repuse con tono sarcástico—, eso se nota.
— No, no, en serio. Un problema mayor. Un olvido.
— ¿Has olvidado los medicamentos en casa?
— No, no, algo peor. Algo extraño. Algo que no le sucede a cualquiera.
— Vamos, no hay que exagerar, no eres el primero que se ahoga. ¿No estabas comiendo botanas pequeñas?
— No —repuso en tono serio—. Esto es más grave. Es que se me olvida respirar y necesito que alguien me lo recuerde.

Puse cara de asombro. Luego me quedé mirando unos árboles, perplejo y sin saber qué decir.

— Antes tenía una alarma —continuó— pero la he extraviado. Esta alarma sonaba cada cinco minutos, recordándome que debo respirar.
— Un momento —expuse mi dedo índice en ademán sabio—, es ilógico. A nadie se le puede olvidar respirar. Es algo que haces naturalmente. Es involuntario la mayor parte del tiempo. Y si comienzas a ahogarte inmediatamente te das cuenta de que no estás respirando. Ni al dormir deja uno de respirar.
— Pero a mí sí se me olvida hombre, de no ser porque estamos hablando de respirar ya se me hubiera olvidado de nuevo. Cuando duermo mi cuerpo lo hace por mí, pero ahora tengo que reiterármelo.
— Entonces es un problema fisiológico.
— No, es un problema de memoria. Cuando presionaste mi diafragma me acordé de que no estaba respirando.

Miré al cretino con ojos de desaprobación. Sentí que se estaba burlando de mí. En silencio y con tranquilidad me dispuse a levantarme, pero continuó hablando.

— No me crees. Pero hagamos un trato. Si me ingenias una idea con la que me acuerde de respirar continuamente, te prometo que dejaré de preocuparme. Vamos hombre, tienes que ayudarme.

Aún con los ojos semicerrados, opté por poner a prueba mis ideas.

— Bien. Necesito pensar, dame unos minutos —le contesté dubitativo.
— Pero que no sean muchos, porque qué tal si se me olvida respirar mientras piensas.

Lo señalé haciéndole ademanes de silencio. Comencé a pensar si en realidad estaba perdiendo mi tiempo. Después vinieron a mi mente imágenes de alarmas, relojes, dispositivos, marcapasos, agendas. Unas ideas más ridículas que otras cruzaron por mi cabeza. Después caí en lo absurdo. Me figuré que el tipo tenía colgando delante de sí una lápida con su nombre y un epitafio sugerente: Murió por olvido. Se le olvidó respirar. Posteriormente creí que el tipo tenía un problema mental severo, retraso de memoria, etcétera. Lo examinaba minuciosamente mientras pensaba, con el fin de vigilarlo.

— ¿Aún no tienes una idea? —habló.
— Espera, que sigo pensando. ¿Tienes ipod?
— Sí. Pero la música no me ayuda, al contrario, me relaja.
— Ese no es el plan. Grabas un archivo con tu voz que exija que respires. Te lo gritas. ¡Respira! Insistes. Así como la grabación del vendedor de tamales que después se vuelve una cantaleta ridícula y graciosa.
— Oye, es buena idea, ¿cuándo la grabarás?
— Escucha —repuse con firmeza—, suficiente estoy haciendo ya con darte una idea sin cobrarte por ello. Si fuera un especialista dentro de un hospital, esta consulta te saldría carísima. Matas dos pájaros con una pedrada. No, olvida eso, no me gusta asesinar animales. Tiras dos latas de un pelotazo: Mientras te grabas te recuerdas de respirar y cuando la tengas ya estará lista la solución.
— Bueno, perdone usted por hacerlo enojar. Es que este problema de olvidar que respiro me preocupa.
— ¿Y cómo es que no se te olvida mientras charlas?
— Pues porque hablamos de respirar. Hago consciente la inhalación y la espiración.
— Pues continúe así si no desea hacer consciente la expiración.
— No se burle, que esto es grave.
— Bueno, ya tienes la idea. Usted. Tú. Ya la tienes. Ahora corre por tu vida hasta la computadora, descarga de la internet un programa para grabar voz y sálvate.
— Pero no tengo micrófono.

Mi cara se iluminó con una mueca oscura y de impaciencia.

— Yo te lo doy. Acompáñame.

Y así fue. Mientras regresábamos a mi departamento, cada minuto le recordaba sobre respirar con gestos exagerados. Le entregué el micrófono y hasta entré a su departamento. Allí lo compadecí un poco. Su tapiz eran letreros donde decía: ¡Respira! Lo encaminé con el programa inclusive. Funcionó. Sonreí.

Durante varias semanas el hombre con audífonos me encontraba y me saludaba con una enorme sonrisa. Me invitó a comer un par de veces. Mi plan era excelente, debí haber cobrado, pero supongo que consideré eso la parte altruísta del año. Todo funcionó a la perfección, hasta que dos meses después me topé con una interesante noticia en el periódico:

"Hombre hospitalizado porque olvidó su ipod en casa".

1 comentario:

  1. Al comenzar el relato, me dio por recordar una novela de José Emilio Pacheco en donde un hombre con alto grado de misterio se la pasaba posado en una banca al centro de un parque golpeado por las inclemencias del tiempo. Y de pronto tmb me dio por pensar en una casa que mi padre remodeló allá por el sur de la ciudad. Y ya después me dio por pensar en las ideas, su peso específico, el recuerdo y el gran valor que cada cosa recordada tiene. Desde lo más sencillo hasta lo más específico. Y también me dio por pensar en la desgracia de los hombres y a las mujeres que les cae la cruel enfermedad del alzheimer, y no sé, sentí pena compartida por Nuria y su abuelo que cada día desaprende algo de la vida y vuelve a ser como los bebés, que desconocen palabras y control en sus funciones fisiológicas. Ahora bien, también en su afán por asirse a la necesidad de vivir, recuerdo la película Memento de Cristopher Nolan, y cómo era que se tatuaba las pistas para encontrar al responsable de la muerte de su esposa. Si bien acá la máquina divina, que para mí sería como una representación divina de una chica tatuada, enorme y curvilínea en una Harley Davidson, otra vez la siento medio fortuita y petulante, pero petulante por humana, no por petulante pues... me sale debiendo en una de sus partes acertadas, el final, que es sencillo, pero explicable. Será que no soy muy de ipods y hubiera preferido que fuera una vieja grabadora de cintas pequeñas. Qué sé yo. Es que también yo tiendo más al drama y a la nostalgia siempre. Así las cosas, así la vida. Saludos cuate. Gracias por compartirme tus letras.

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