Tren Literario

Tren Literario
No hay peor libro que el no se escribe, al negarle la oportunidad de existir. -Kuvenn

miércoles, 31 de marzo de 2021

Cuidar a los personajes.

 Todos los escritores saben de común acuerdo que está prohibido dormirse durante el desarrollo de un personaje. Supuestamente no ocurre nada: la historia queda justo allí, sin avanzar, se puede retomar al día siguiente. Pero en ese supuesto cabe la posibilidad mediana de que el personaje abandone la historia para siempre. Encuentra, de algún modo u otro, un puente entre el universo de lo escrito y la actividad cerebral onírica del autor.

No se sorprenda si después de dormir durante un buen capítulo, el personaje simplemente no aparece al día siguiente. Es menester cerrar el capítulo o pausar la historia intencionalmente para que los personajes se mantengan fieles a los escenarios que viven.

martes, 30 de marzo de 2021

Las duras pruebas.

 Creció Gisela pensando que el amor dolía, pero que era necesario resistirlo hasta sus máximas posibilidades, para trascender el dolor y ver más allá del horizonte de la incertidumbre. Era muy necesario pasar el amor por las lluvias de los cuatro elementos. Dos de ellas eran insignificantes, casi como ser paciente. Dos de ellas generaban no sólo dolor físico, sino punzadas en la mente y en el alma.

Tenía la firme convicción de que un amor verdadero debía doler en algún punto, porque lo que incomoda es notable; lo notable vale la pena. El amor sólo podía florecer nuevamente en algo pulcro después de algunos episodios de irritación, de odio. No por estas ideas forzaba Gisela este tipo de sensaciones. Era ley natural que después de algunas semanas de enamoramiento, las verdaderas pruebas empezaban. Si algún pretendiente se retiraba antes, significaba que el desafío era abandonado. Sólo aquel que soportara el ritual de las lluvias junto con ella sería el indicado para compartir toda la vida que faltaba. Y el factor era cambiante: nunca se sabía cuál lluvia iba a caer primero.

Apareció Antonio, quien salió con ella para tener alguna noche romántica. Ese era un buen comienzo. Las primeras citas en cines son por lo general aburridas en cuanto a interacción, porque todo se centra en la película. Para conocer a alguien era preciso escucharlo, ver cómo sujeta los cubiertos, escucharlo masticar, ver sus modales en la mesa. En una terraza la cena había estado perfecta y la conversación se vio enriquecida con muchos temas. Dos cafés tibios daban fin al primer encuentro; cuando Antonio caminó con Gisela para acompañarla de regreso hasta su casa la primera prueba se desató. Una sencilla. La lluvia comenzó a caer.

Antonio apresuró el paso porque había olvidado el paraguas, mas Gisela, paciente, se quedó estática.

—Antonio, ¿te mojarías conmigo? —preguntó, risueña.

—¿Aquí mismo? No, no. Vamos, que si no, nos empapamos.

Gisela insistió. Antonio se quedó pensando en aquella locura. ¿Qué acaso ella tenía ideas exóticas? ¿Las tendría todo el tiempo?

(SIGUE)

lunes, 29 de marzo de 2021

Manto Luzdeluna

 En la taberna se hablaba sobre los hallazgos extraños, y aunque nadie había visto nunca una sirena, todos creían en su existencia. Algún marinero ebrio extraía entonces el dibujo de una y si estaba bien hecho, con detalles, tenía mayor verosimilitud. Había otros que decían que si se hacía con mucho detalle era una mentira, porque nadie tenía tanto tiempo como para dibujar tan rápido; las sirenas no posaban para nadie, podían asomarse, permanecer unos segundos sobre la superficie y si la luna estaba llena, entonces podía mirársele. El dibujo más feo y rápido era entonces el verdadero, porque entre la oscuridad, la marea, el movimiento del barco, el estado de ebriedad y la luna, era muy complicado hacer garabatos. Lástima que aún no existieran las fotografías, aunque Amelia Huesosfirmes ya había soñado con ese invento.

Ella tenía su propio barco. Le gustaba el ron, pero medido. Siempre discutía con los demás que el hecho de estar casi perdido en alcohol imposibilitaba a la memoria para registrar los eventos verdaderos. Cualquier hombre borracho podía confundir una roca con una ballena. Era necesario el catalejo y otro equipo de hombres que confirmara el hallazgo. A veces se decían tantas cosas que en el aire flotaba un misticismo surreal: entraba la neblina, imperaba el frío, se contaban historias de hombres perdidos y ahogados por las sirenas terribles. Ellas tenían un cuerpo hermoso, una cola aperlada y unos senos envidiables, pero un rostro de espanto. Nunca faltaba un valiente que nunca había ido a los viajes pero que decía que no le importaría espantarse con tal de apretujar un par de tetas del mar. Y todos brindaban como estúpidos por eso. Excepto Amelia.

Al principio no la aceptaban del todo. Usaba sombrero de ala, plegado. Pantalones cómodos y botas. Su barco no era el más grande, pero sí el más limpio. Prefería estar sola a tener una tripulación idiotizada que en altamar intentara manosearla. Y no porque les tuviera miedo, sino porque interfería con el verdadero propósito de la navegación: encontrar criaturas. Ya en alguna ocasión se habían burlado de ella por querer unirse a las expediciones. Le decían cosas como: "cuando encuentres las conchitas no olvides traerme una", o "haz buena pesca y nos compartes". Amelia no necesitaba alardear ni corregir aquellos insultos. Tomaba su vaso, deleitaba el trago lentamente y escupía un poco cerca de ellos.

En cierta ocasión un tal Pedro Botaspesadas le insistió con aquello de las conchas. Después de cada viaje la esperaba afuera de la taberna con un trago en la mano. Cuando la veía acercarse le salía con la misma cantaleta: "¿y mi concha?". "Espera y verás, aún no encuentro la indicada", le contestaba ella con una sonrisa sarcástica. Cuando Pedro se inclinaba para intentar besarla ella se hacía para atrás, se daba la vuelta y lo empujaba lo suficiente para desbalancearlo y hacerlo tirar el trago. "Ni en tus sueños", le decía molesta. En alguna noche de luna llena ella desembarcaba y se echaba al hombro un saco. Pedro desde el muelle le había gritado que por fin traía las conchas, que era evidente.

—¡Aquí está lo prometido, Botaspesadas! —decía ella con orgullo, al tiempo que le extendía un erizo con las púas boca abajo, haciendo presión para enterrárselas en la palma. Luego escurría la sangre, escandalosa.

Pedro sabía que aquella herida le duraría al menos una semana. Las púas tenían contraarpón y retirarlas requería paciencia, licor y mucho tiempo. Botaspesadas no intentó acercarse a Amelia durante al menos un mes. Luego la luna regresaba a fase llena y ahí estaba Pedro otra vez, intentando averiguar por qué estaba tan renuente.

—¿Qué nunca te cansas de estar y navegar sola? ¿No quieres un grumete que te limpie la cubierta?

—¡Como que te hace falta otro regalo del mar! —le gritaba ella desde popa, ya cuando el barco zarpaba— ¡Quizá un calamar que te limpie lo baboso de la jeta!

Iba entonces hacia altamar, con la brújula, el catalejo y una carta náutica donde había marcado, según las fases de la luna, la aparición de un pez distinto. Uno que acostumbraba ir a la superficie durante algunas horas de la madrugada, para emitir un canto al astro nocturno.

La primera vez que Amelia vio a aquel pez pensó que se trataba de una ballena parda. Registró aquella noche en su bitácora, a plena luz de luna llena. Cuando miró hacia el fondo para cerciorarse, algo luminoso pasaba por debajo de la embarcación, hacia popa. Amelia optó por la explicación más lógica: el reflejo de la luna. Los tumbos del bote y sonidos extraños descartaron esa solución. Pasó hasta buscando aquella criatura hasta el amanecer, sin éxito. Amelia regresó a la orilla para sujetar el barco y dormir.

Esa noche en el bar los marineros presumieron sus encuentros y los bonos de la pesca nocturna. Habían arponeado a un pez espada de gran tamaño, por ejemplo. El ron escurría grotescamente por las barbas de los más ebrios. Así funcionaba el asunto: al principio de la velada debían contarse los hechos más realistas: encallamientos, riñas en el propio barco, luces de la distancia. Ya cuando el licor encontraba un punto crítico en las cabezas de todos, las historias de criaturas se desenrollaban sin pena: que si una sombra enorme, que si los ecos perdidos de las sirenas, que algún fantasma de fuego de San Telmo. Todos decían alguna estupidez. Luego miraban la mesa donde se sentaba sola Amelia.

—¿Y tú, púas venenosas? —gritó Pedro hacia Amelia— ¿No nos tienes alguna revelación? ¿Quizá algún sireno que intentó conquistarte?

Al momento se desternillaban en carcajadas todos los presentes. Luego era cuestión de confianza para que otros siguieran el juego. Le achacaban el hallazgo de la concha más grande, o que podía dedicarse a rellenar botellas de arena de otras islas y venderlas como si fuera arena mágica. Alguno más tóxico que otros se propasaba.

—Oye, muchacha, ¿y no has intentando orinar desde la cubierta? ¿Tienes miedo de que alguien te vea ese hermoso y escondido tras...

En ese momento el viejo era interrumpido por una botella quebrada en la cabeza. No había sido Amelia. Pedro la había defendido. El silencio en la taberna era evidente.

—Fuiste demasiado lejos, imbécil —decía Pedro Botaspesadas mientras ponía la suela de la bota en el cuerpo inerte del viejo y lo expulsaba fuera de su silla. Luego daba un sorbo a su trago—. Bueno, ¿y quién tiene otra historia? —reanudaba.

Todos reanudaban las conversaciones como si nada, mientras Amelia levantaba ligeramente su trago hacia Pedro, quien le respondía de igual forma. Un brindis lejano y respetuoso. Nadie se acercaba a la mesa de la chica.

Ella no navegaba todas las noches. Esperaba ese momento del mes en el que la luna estuviera más luminosa que nunca. En el día echaba sus redes para pescar jurel, y no eran pocos los clientes que tenía. Fuera del ambiente nocturno Pedro no se le había acercado, pero un día hizo una excepción.

—¿Y cuánto por un par de piezas de jurel? —preguntó cauteloso y sobrio.

—Cuatro piezas de oro. ¿Cuántos quieres? —contestó ella, como si no lo conociera.

—Oye, pero ¿no tienen erizos adentro verdad?

—Sólo si intentas pasarte de listo.

—Vamos, no. El ron me vuelve un idiota.

—Pues no tan idiota... por cierto, gracias por aquella vez —admitió.

Y allí descubrió Amelia que la sobriedad de Pedro se contraponía con su embriaguez. Tanto que parecían dos Pedros distintos. A este bien podía ponérsele Botasligeras. Esas charlas se afianzaron lo suficiente como para recibir la ayuda de Pedro para hacer entregas de pescado. La confianza creció. En la noche que Amelia había elegido para ir a ver al pez luminoso Pedro se presentó en el muelle, con una botella cerrada.

—¿Me admites como tripulante? Quiero ver qué tanto buscas. Podría ayudarte. Mira, para el viaje.

Amelia reflexionó durante varios segundos, mientras desamarraba las cuerdas. Tomó la botella y le hizo una advertencia.

—Mira Pedro, a la primera idiotez que se te ocurra eres hombre al agua y espero que sepas nadar.

—No serías capaz.

—Tú sabes que sí. ¿En serio echarías por la borda la primera y tal vez única oportunidad de subir a mi bote?

Ante aquellos argumentos Pedro levantó la mano para hacer un juramento y le prometió a Amelia no lastimarla y ni decirle nada inapropiado. Hecho el pacto, zarparon y se alejaron de la costa. Cuando ya no se veía cercanía de luces Pedro pidió la botella para pasar mejor el rato.

—La encerré en mi baúl. Quiero al Botasligeras aquí, y no al otro.

—No, no. ¿Cómo me haces esto Amelia? ¿Qué tal si sirves sólo un trago?

—¿Qué tal si vas viendo la temperatura del agua? —contestó ella, dispuesta a empujarlo.

Pedro se contuvo. Cualquier error podía costarle todo: la amistad de Amelia, la confianza y cualquier posibilidad futura de enamorarla. Resignado se recargó en la barandilla.

—¿Y se puede saber qué estamos buscando, a parte de navegar en círculos?

No había terminado bien de formular aquella pregunta, el Manto Luzdeluna se acercó nadando como un velo que acarrea la marea por sí sola. Rodeó al barco numerosas veces. Después de la estupefacción, Pedro corrió hacia cabina intentando buscar arpones.

—¡Huesosfirmes! —gritó desde el interior— ¿Dónde tienes tu material de guerra?

Amelia no contestó. Se quedó admirando al pez, cuyas aletas eran cortinas de luz ondeantes. A ella se le ponía la carne de gallina, como si aquella criatura sobrenatural produjera efectos intencionales. Por momentos daba la apariencia de ser una mujer con un enorme vestido luminoso que había caído al mar y se había ahogado. A veces parecía una medusa. El Manto Luzdeluna asomaba la cabeza diminuta y mostraba sus ojos negros y perdidos, donde se reflejaba el cielo estrellado con todo y luna.

Pedro volvía de cabina, enardecido por el hallazgo. Quería demostrarles a los otros lo que estaba viendo. Amelia lo sometió por la espalda, le enredó el brazo cerca del cuello y le puso un cuchillo en la garganta. Pedro tragó saliva.

—Cierra la boca y observa —dijo.

Al marinero le vino una náusea, pero después una lividez casi natural. Siguió al Manto Luzdeluna con la mirada y no se percató de la lentitud con la que Amelia le había retirado el cuchillo. Quedó hipnotizado. El pez giraba en círculos cada vez más cerrados, y cuando lo hacía, simulaba una luna sumergida en la profundidad. Botasligeras vio aquél espectáculo como si fuera un enorme cofre de monedas de oro. Así, en total sobriedad, se inclinó hacia adelante y cayó por la borda. Amelia intentó aferrarse de su ropa, pero ya era tarde. Al impactar Pedro contra el agua Manto Luzdeluna se disolvía: apagaba de inmediato toda su luz, como si estuviera listo para devorar a la presa y llevárselo a las penumbras.

Amelia arrojó una cuerda que tenía amarrada a una tabla, lista y prevenida para situaciones como esta. Vio al aturdido Pedro manoteando y nadando hacia la tabla. Ya cerca del bote encontró la otra escalera de cuerda que Amelia había desenrollado también. Al llegar a cubierta le dio espacio a Pedro para reorientarse.

—Y eso que estabas en tu juicio —dijo ella.

—¿Me habías estado buscando? —dijo Pedro, aún tosiendo

Aquella pregunta provocó que la piel de Amelia se erizara nuevamente. No era Pedro quien hablaba. Era Manto Luzdeluna, que se había apropiado del cuerpo del marinero para besar a la navegante. En los ojos del muchacho se veía el cielo estrellado.

—Vamos, que no hay mucho tiempo. Cuando la luna esté por ocultarse debo volver al mar.

Amelia miró a Pedro con desconfianza. ¿No sería una treta para enamorarla? ¿Estaba diciendo la verdad, mientras que el alma de Pedro se encontraba temporalmente en el pez apagado, allá abajo? Tomó del brazo a Pedro y lo llevó hasta cabina. Allí abrió el baúl donde había guardado la botella. Luego la abrió y tomó un trago. La ofreció a Pedro, quien la rechazó. En vez de eso, él la envolvió con tanta delicadeza como si sus brazos fueran los velos luminosos. La cargó y la llevó hasta la cama, donde la amó hasta el cansancio. Ambos habían quedado dormidos, con la marea arrullando el encuentro.

De un momento a otro Pedro se levantó alarmado. Corrió hacia cubierta y miró al cielo. El último filo de la luna asomaba por entre las montañas. Sin pensarlo volvía a arrojarse hacia el mar. Allí mismo, cerca del bote, el pez volvía a encenderse. Después empujó al marinero con gentileza hacia la escalera. Volvió al barco, con trabajos, apenas con la fuerza necesaria para tumbarse en cubierta y quedar dormido. Cuando despertó, el barco ya estaba en el muelle. Pedro le contó entonces el sueño que había tenido, donde dijo haberla amado en plena luna llena.

—No sé de lo que estás hablando, Pedro. Y ahora vete, que casi amanece y tengo sueño.

—Pero... la noche, y tú... ¿había un pez?

Amelia se encerró en la cabina y desde adentro observó cómo se alejaba. Estaba molesta, porque aquello podía ser el engaño más grande de la historia. Pero no, no tenía sentido. Si ya había estado con ella, ¿qué objetivo tenía volverse a arrojar al mar?

Esa noche, en la taberna, los marineros pidieron a gritos la historia extraña del único hombre que Amelia había permitido en su bote. "¿Qué pasó? ¿La enamoraste? ¿Cómo lo lograste, viejo lobo de mar? ¡Cuéntanos carajo!". Pedro se sentó aparte, en la mesa del rincón. Tenía intacto el ron que le habían servido. Estaba ido, perdido. Él estaba seguro de que aquella mujer era la luna vuelta humana. Esperó largamente a Amelia, mientras todos alardeaban de sus estupideces. Cerca de las dos de la madrugada, entró ella. Él la siguió con la mirada, paso por paso, pero ella no se sentó junto a él. Se acercó con un erizo en la mano y se lo puso gentilmente en las suyas.

—Cuídalo hasta la próxima luna llena. Entonces vienes a mi bote y zarpamos, porque debemos depositarlo en mar abierto —dijo ella, con un guiño.

Luego se bebió el vaso de Pedro de un sorbo y se fue.

Botasligeras se quedó allí mismo en la taberna, con una ansiedad terrible. Se acercó al tabernero, y con gesto infantil lo levantó hacia él.

—¡Un erizo! ¡El erizo más importante! —chilló, pletórico de felicidad— ¡Un simple erizo y lo que vale! Benditas sirenas del mar, alabados sean los siete mares de la historia...

No supo manipularlo y se hirió la mano con las púas. Pronto sangró otra vez.

Dos marineros quedaban en una mesa.

—Mira al tonto de Pedro —dijo uno—. Es el hombre más borracho y estúpido. Mira que emocionarse por un simple erizo...


domingo, 28 de marzo de 2021

A las nueve.

 Estabas vivo. Abriste los ojos y te viste rodeado de cuerpos femeninos desnudos en una alberca con agua clara y tibia. Todos miraban hacia el horizonte en la puesta de sol, como si aquel ritual fuera una innegable verdad. Unas permanecían acostadas en las sillas de la alberca. Otras estaban con el agua hasta la cintura. Todas te ignoraban. En algún momento tuviste la percepción de que eran maniquíes perfectamente bien diseñadas. Las cabelleras largas de varias tonalidades daban al conjunto un aspecto otoñal.

Intentaste hablar con alguna de ellas, pero tu voz era ignorada. Tocaste el hombro de alguna sólo para darte cuenta de que estaba hirviendo. Luego hiciste otra prueba, colocando tu palma abierta sobre el vientre ardiente de otra mujer y te quemaste la mano. Estabas en una ambigüedad notoria: era el paraíso de la belleza y el infierno del tacto. Miraste alrededor: la alberca tenía un acceso en la parte norte. Fuera de ella se extendía el barandal con las silletas de playa. Hacia el sur estaba la fachada principal de un hotel con un reloj grande. Daban las seis de la tarde con una sonora campanada. En ese momento te sobresaltaste porque todas las mujeres elevaron la voz al unísono con un mensaje claro:

"A las nueve hierve el agua. Tienes tres horas para salir de la piscina. A las nueve hierve el agua". Luego lo repitieron, como si estuviera ensayado. Entonces te angustiaste. El camino hacia la escalerilla de salida estaba obstaculizada por decenas de cuerpos torneados. Experimentaste terror y morbo. Las esculturas vivas no se movían ni un palmo. Terco que eres. Volviste a poner tu mano izquierda en un seno para ver cómo se sentía y te quemaste como si la hubieras colocado en un sartén caliente. Sabías que no estaban jugando, que ibas a hervir con todas ellas si te quedabas allí.

Comenzaste a buscar espacios para moverte entre ellas, sin rozarlas siquiera. Llegabas luego a un espacio sin salida, porque dos o tres te bloqueaban. Era un laberinto de mujeres desnudas quemantes. El agua neutralizaba un poco aquel calor, como si todas ellas formaran un reactor nuclear que estallaría pronto. Y no querrías estar allí. No ibas a estarlo.

Miraste el reloj: las seis con cuarenta. Tuviste la sensación de que el agua se ponía más incómoda. Quizá a las siete y media y ocho sería realmente insoportable. Seguiste buscando salidas. Ningún "con permiso", "por favor muévase" o "déjeme pasar" era efectivo. Tenía que apañártelas tú solo.

Las siete. Todas repitieron aquella advertencia. "A las nueve hierve el agua". Notaste, al principio con dificultad, que del fondo comenzaba a elevarse pequeñas burbujas. En tu desesperación pisaste el pie de una bajo el agua y sentiste la punzada de un erizo que se te clavó. Luego diste un codazo a otra y también se puso rojo. Ahora ya no querías ver a ninguna. No te importó la cantidad de perfectos senos o nalgas expuestas y libres para que las tocaras sin que nadie te dijera nada. Eran las ninfas del infierno.

A las siete y media descubriste que una tenía las piernas abiertas. Esa era una salida diferente, por allí tenías que pasar. Metiste la cabeza dentro del agua para ver si podías abrir los ojos, pero aquello te produjo un fortísimo ardor. Les arrojaste agua para inmutarlas, pero ninguna se quejó ni se movió. Calculaste el movimiento, contuviste la respiración y te sumergiste con los ojos apretados. Nadaste por abajo, entre las piernas, casi sentiste que las cerraba para quemarte las costillas. Manoteaste un poco y saliste del otro lado, a su espalda. Luego buscaste más espacios para escabullirte.

Las ocho. "A las nueve hierve el agua". Allí comenzaste a enrojecerte. Estabas dividido, confundido. De la cintura para arriba sentías el frío del aire que soplaba. Lo sumergido: tus piernas te dolían, te estabas cocinando como un pollo en una cacerola. Sentiste escalofríos. Miraste el reloj. Pediste ayuda. Tuviste que pasar apretado entre dos mujeres que estaban de frente, como estatuas vigilantes. Ya no podías más, aquello era insoportable. No llegaste a la escalerilla. Preferiste acortar por un borde de la alberca. Sacrificaste tus manos para subirte en los brazos de alguna y trepar por la espalda de otra. Te quemaste para salir.

En la orilla resultaba un alivio el frío del viento sobre tus pies enrojecidos. Te miraste las manos. El reloj dio las nueve. En aquel momento viste las burbujas de la ebullición, pero las mujeres no soltaban ningún quejido. Eran androides de una horrible prueba, pero ya estabas a salvo. O eso creíste. A las nueve con un minuto las que estaban en las sillas comenzaron a levantarse para meterse al hervor. Tuviste que quitarte del camino para que no te empujaran. Esquivaste. Intentaste ponerte de pie y aguantaste el ardor en pies y manos. Ellas querían devolverte al agua, pero no las dejaste. Tomaste un camastro y lo usaste como escudo, replegándote a la pared. A las nueve y diez ya estaban todas adentro. Temblabas.

Todas las muñecas de la alberca te miraron indefenso, con las manos en la cara y mirando con un ojo por entre los dedos.

Finalmente despertaste de la pesadilla. A tu lado estaba tu esposa. La viste de espaldas con su hermoso trasero expuesto. Hiciste la prueba y la tocaste ligeramente para darte cuenta de que ella no podía quemarte.

Las nueve y quince de la mañana. Tu esposa se voltea para repetir la misma frase terrible: "A las nueve hierve el agua". Te horrorizas, caes de la cama. Corres hacia la cocina y descubres que tu moderna estufa ya ha hervido el agua que dejó tu esposa la noche anterior para el café matutino.

sábado, 27 de marzo de 2021

Los muchos que somos.

 La producción cósmica nos ha vuelto personajes interesantísimos de los paradigmas de la vida. Somos tan multifacéticos que tenemos el poder de crear más personajes que habitarán las novelas y los cuentos. En alguna noche aburrida podemos merodear entre los enigmas de nuestra psique y encontrar a alguien que nos entretenga, contándonos su vida que luego vamos a contar en las páginas. Esa es nuestra historia, una fortuita búsqueda de todos los que somos y los que no. Y nos podemos pasar una vida entera buscando al mejor alter-ego posible. No lo encontramos, porque la conciencia suele ser como un micrófono interno, un altavoz que toma prestado algún personaje que luego invita a otro.

Si lo supiéramos, quizá deberíamos presentarnos como los muchos que somos en uno. En algún punto somos libros y cuadernos andantes que reparten historias. Al saludar podríamos decir: "¿quién eres hoy?", con temor o sorpresa a la respuesta. O tal vez se podría popularizar un "¿cuántos van ahí hoy?". Y el otro contestaría: "una decena, pero ya casi llegamos". Mientras tanto, se puede ceder la palabra a cualquier órgano del cuerpo que lo requiera y entretener con ello al interlocutor.

Alguien es capaz de sentarse en una sala con sólo una butaca y podríamos ver que allí hay cientos de personajes encimados, con ese ligero error de luz que se desfasa, el que luego llamamos "aura". Era un espíritu asomándose. Somos nuestros propios fantasmas que desconocemos. Y nos propinamos el susto, también lo recibimos. El fabricante y el fabricado. Por eso conviene escribir un libro, para meter allí la voz de alguno y no generar tanta confusión en un solo ser animado. Pero cuidado: una vez suelto el primer ejemplar, los demás no querrán parar. Y tendremos que vaciarlos a todos en las hojas.

viernes, 26 de marzo de 2021

Hacia la superficie, Quarius.

 Después de aquellas terribles sacudidas, el Quarius volvía a nivelarse. Ese particular "beep" del sonar daba a la cabina principal la atmósfera de relajación que Arthur necesitaba. El sudor excesivo de su frente se evaporaba sobre la superficie metálica y caliente. El empuje hidrostático era el necesario y no todas las válvulas estaban dañadas. Cualquier otro tripulante hubiera salido ya a la superficie, pero Arthur se había aferrado a algo. Daba vuelta al timón de inmersión de proa, con tal rapidez que uno podía marearse sólo de verlo.

Entraba de nuevo uno de los ayudantes, desesperado. Solicitaba al capitán de turno que por favor considerara emerger, que los sonares habían estado fallando y que no valía la pena quedarse estacionado allí porque los tanques podían resentir aquellas proezas en terrenos complicados. Era verdad, había allí abajo una gran zona de cuevas y rocas para las que el Quarius no estaba del todo preparado. Pero venía el ego, siempre el ego. Arthur no se iría de allí hasta torpedear al animal que los había golpeado. Aquella misión se había salido de las directivas.

Venía otro golpe. Arthur se asió de algunas válvulas para no caer. Las alarmas se activaron de nuevo y el sonar mostraba al objeto que se movía en las profundidades. No era torpedo, ni mina. Las guerras habían llegado a su fin, pero Arthur tenía el motivo de venganza personal de lo que fuere que lo estaba acechando. Él tenía la firme convicción de que por allí merodeaba aquel legendario calamar que otros aseguraban haber detectado. El ayudante entraba, tembloroso, parloteando que las ballenas estaban intranquilas, que era mejor moverse de allí, que no valía la pena arriesgar la vida de esa forma tan insignificante.

—¡Capitán, se van a dañar los propulsores! Es una ballena. Sólo una ballena ciega que nos ha embestido.

—¿Cuántos torpedos nos quedan? —preguntaba Arthur, ignorando las advertencias y usando el timón para volver a enderezar el Quarius.

—Dos —contestó el ayudante, con los labios casi sellados.

Quiso mentirle a su capitán, decirle que ninguno, que no quedaba ninguna estratagema. Aquello de vengarse por un empujón era un suicidio. El ayudante trató de persuadirlo.

—Capitán, hágalo por el Quarius. Volvamos a la superficie. Ya después podremos volver tras los ajustes necesarios a buscar lo que usted quiere.

—Negativo. La criatura creerá que ha ganado y no nos podemos dar ese lujo. ¡Monitoree la presión de los tanques!

Todo era un capricho de Arthur. Estaba seguro de que si daba en el blanco vería después sobre la superficie del mar montones de tentáculos y vísceras. Aseguraba que aquello no era una ballena.

Se vino otro golpe más fuerte. Esta vez se había roto una de las válvulas y en la región C había empezado a desajustarse la presión. Aquella era una última oportunidad para que el Quarius saliera a flote. El resto de la tripulación entró a la cabina para quitar al capitán de allí. Había enloquecido. Otros dos ayudantes entraron y tres hombres corpulentos que atendían los monitores del sonar. Uno de ellos tomó una barra y amenazó al capitán.

Entero e inmutable, Arthur extrajo de su chaleco una goma de mascar. La introdujo lentamente a su boca.

—Vamos a emerger, prepárense para liberar el agua de los tanques de lastre —dijo, mascando profesionalmente aquella goma.

El equipo bajó la guardia. Todos regresaron, esperanzados, a sus posiciones. Entonces Arthur lanzó otra sentencia. Los "beeps" del sonar se sincronizaban de nuevo. Afuera, el calamar gigante envolvía al Quarius como si fuera una golosina.

—Torpedo C2, ¡fuego! —gritó el capitán.

—¡Nos tiene! ¡Nos tiene! —vociferaron dos hombres de los monitores.

El torpedo fue lanzado, pero no tocó al calamar, sino que se dirigió hacia una columna de piedra que provocó el desmoronamiento de una gran cantidad de rocas. Todo el interior del Quarius tembló estrepitosamente. La popa quedó atascada. Arthur estaba seguro de que el calamar lo tenía sujeto, como trofeo.

Los hombres se miraron entre sí, estupefactos. El sonar no mentía. Tampoco los monitores: el Quarius no volvería a salir a la superficie. El intermitente foco rojo que acompañaba a la alarma era el último sonido que los tripulantes oirían, antes de ser aplastados por la presión del agua.

Arthur empezó a reírse por algún extraño efecto de oxigenación. Los demás se contagiaron de la carcajada. Tres de siete válvulas se atascaron. El Quarius se desnivelaba. Imposible usar el último torpedo, porque estallaría muy cerca. El calamar no quería allí al armatoste. Utilizando la fuerza de todos sus tentáculos, lo desatascó y arrastró una gran distancia hacia la superficie.

En cabina la esperanza volvió a la tripulación. Todos los hombres recuperaron la cordura. El capitán Arthur atribuía aquel comportamiento del Quarius a una inverosimilitud evidente. En los monitores se observaba un arrastre imposible: aquella criatura tenía que ser cuatro o cinco veces más grande que el submarino. En algún punto Arthur y los hombres ajustaron todo para seguir hacia la superficie. El barómetro tampoco decía mentiras: estaban acercándose hacia la salvación. Cuando emergieron, los tripulantes felicitaron al capitán. 

En algún punto el calamar se separó del Quarius y volvió a las ruinas de la profundidad. Allí, entre luminiscencias corporales, utilizó la fuerza para remover las rocas del derrumbe. Después del trabajo duro se reveló la cueva donde estaban resguardadas sus crías. Tras rescatarlas partía satisfecho hacia otra zona.

Entre el bullicio, Arthur no celebraba. La alarma se encendió. Los tripulantes atribuían aquello a las fallas propias de una inmersión demasiado larga. Había que hacer ajustes. El capitán asomó al periscopio para ver el horizonte del mar. Abrió una de las escotillas sólo para darse cuenta de que el Quarius había sido embadurnado por una sustancia extraña que reaccionaba con el sol.

Al capitán no le dio tiempo de gritar nada. Ni dar órdenes de ir por los chalecos o balsas inflables de emergencia. Aún seguía mascando aquella golosina, estoico. Cuando el sol calentó la sustancia que había dejado impresa el calamar por toda la parte exterior, el veneno se trasminó por todo el metal. Toda la tripulación se debilitó en menos de un minuto, sofocada y afectada por una radiación desconocida.

Adiós, Quarius.

Abajo en el fondo yacían al menos ocho o nueve submarinos vencidos por el legendario calamar gigante y su abrazo del letargo eterno. Atrás de él, los cuatro descendientes buscaban otro hogar disponible.

jueves, 25 de marzo de 2021

Mal amor.

 Eréndira no pensó que llegaría el día en el que sus elecciones la llevarían al borde de la muerte. Permanecía temblorosa, escondida en la covacha oscura del bosque, mientras que afuera rondaba la mujer celosa y nerviosa que intentaba dispararle con una escopeta. Justo en ese punto, entre los ruidos de la noche y del resto de los animales cercanos, Eréndira notó cuán fuerte sonaba su respiración agitada. La covacha era un lugar muy obvio para esconderse y quería salir a toda prisa de allí, pero esa oportunidad quedaba anulada, cualquier cosa podía suceder.

Por momentos se imaginaba que Cecilia, la loca, era muy astuta y se escondería entre los matorrales para esperar a que Eréndira saliera de la covacha. Y en otros instantes sentía que Cecilia metía el cañón del arma por entre las rendijas de las tablas de la covacha y que dispararía al azar, esperando atinarle. Cualquier ruido la ponía en guardia; ¡pobre infeliz, asustada como una presa fácil! No quería sentarse ni moverse un centímetro. Tenía en el corazón ese presentimiento de que el tiro llegaría tan pronto se confiase. Allí, cuando una gota tibia de sudor le rodó desde la cabeza hasta un ojo, recordó aquella permisibilidad con Genaro, el granjero.

Una semana antes pensó que no se fijaría en ella, que él no podía ser así. Más porque todos los días, antes de irse a comprar pan y víveres al pueblo, Cecilia le plantaba un beso tronado en los labios. Él la abrazaba sin mucho afán y la veía alejarse por la colina, donde desaparecía en la distancia.

Genaro estaba raro. Abandonaba la recolección de pacas de paja y dejaba a los caballos con hambre. Se bañó cerca del pozo y se vació una loción distinta que incluso hizo estornudar a Eréndira cuando se le acercó. Allí comenzó primero con sonrisas macabras, con juegos y roces. Ella que jamás había experimentado el contacto con ningún hombre sintió el miedo enredársele como serpiente en el cuello. Luego aquella sensación se volvió placentera. Cerró los ojos. Genaro no hablaba mucho pero todo lo decía con las manos. Volteaba hacia el horizonte para comprobar que nadie venía. Y si se aparecía alguien, el tiempo desde que entraba en la colina era suficiente para pretender que nada pasaba.

Eréndira se arrinconó entre la cerca, nerviosa. Genaro se agachó y se le alargó la mano hasta tocarle los ojos, la boca, las orejas tibias. Se las mordió dulcemente y ella gimió como nunca antes. Quiso cargarla para llevarla al interior de la casa, pero Eréndira se opuso, confundida. También vio hacia la colina, esperando que en una absurda coincidencia salvadora apareciera Cecilia para detener todo aquello, porque ella no podía, ya estaba disfrutando demasiado. Genaro hizo maniobras como con la paja y la levantó sobre su hombro. El vigor provenía del deseo.

Adentro la tumbó en la sala, se revolcó con ella. Allí regresó el miedo y Eréndira quería salir. Se incorporó varias veces para echarse a correr y no volver nunca más. No pudo. Genaro la besó. Le metió la lengua. Aquella ya no tenía salida. Ella tenía en sus pensamientos a Cecilia. "Perdóname, perdóname", pensaba. En algún momento inexplicable entre los besos y las caricias, como ilusionista, Genaro ya tenía los pantalones abajo y se disponía a intimar completamente, perdido, enloquecido por aquella juventud extasiante.

Desde la ventana apareció, como figura terrible, el rostro asomado e inmóvil de Cecilia. Su mueca pasó del asombro al horror y luego a la ira. ¿En qué punto había regresado? No se sabe. Algo habrá olvidado. Algo sospecharía. Eréndira gimió de miedo, casi muda como siempre había sido, hacia la ventana. Genaro tardó en reaccionar y escuchó el cerrojo de la puerta. Ningún tiempo fue suficiente para ponerse los pantalones adecuadamente y Eréndira vio la única oportunidad que tenía para salir viva de aquello. Tan pronto vio la puerta abierta y a Cecilia en el umbral, a contraluz como una sombra de venganza, echó a correr en su dirección como nunca en la vida y la tumbó. Después entró hacia el bosque.

Otra gota de sudor en el ojo. Ardía. Todo el cuerpo le temblaba. Escuchó pasos y maldiciones. Luego disparos. Era Cecilia envenenada, que veía a Eréndira en cualquier bulto moviéndose. Allí estalló la adrenalina en su mejor punto: salir corriendo para no morir y en todo caso írsele encima a la dueña de esos celos terribles, pero justificados. Ella no tenía la culpa de nada, Genaro lo había iniciado todo, ella sólo se dejó. ¿Cómo podía explicárselo a Cecilia, si no tenía voz? Todo era parte del plan: jamás podría contarle a nadie que Genaro la había abusado, no tenía cómo. Las ramas crujieron muy cerca, Cecilia estaba cerca. La luna dibujó una sombra cercana.

Algo en su interior le dijo: "¡Sal y corre como nunca!". Eréndira apuntó hacia la sombra y al abandonar la covacha vio a Cecilia de espaldas. Allí la empujó en las piernas, la tumbó de nuevo. Le intentó morder la cara. Pasó encima de ella. La inhabilitó lo suficiente como para correr hacia lo desconocido, hacia otra granja quizá.

Esa noche Genaro perdió a todas sus ovejas. A María, a Celestina, a Chayo, a Lupe, a Toña y a Meche. Todas habían sido balaceadas por la escopeta de Cecilia. Todas, excepto una que se llamaba Eréndira y que se había escapado. Mientras corría hacia la libertad se le figuró en la mente el amor que había dejado atrás.

miércoles, 24 de marzo de 2021

Lo que no se debe callar.

 Dijo alguna vez el escritor Francisco Prieto, en alguna de sus cátedras, que uno escribe para vaciar toda la experiencia desde los rincones más profundos del ser. Si uno se queda con todo eso, tarde o temprano colapsaría. Es cierto. El escritor va forrándose de capas, como prendas cuyo hilo contiene las anécdotas de la vida misma. Los libros se llenan de todo eso para no arrastrar indefinidamente la gran marea de ideas que se nos van pegando con el tiempo.

No es como una presa de agua, que se contiene durante varios años, y que si se rompe desborda todas las ideas repentinamente, repartiendo la experiencia ganada en textos por doquier. Allí más bien se quiebra el autor, es consumido por una fuerza interior inexplicable, por un fuego callado que no lo deja expresarse. El escritor no debe aguantarse tanto tiempo sin darle fuga a lo que va almacenándose en la mente. Más que haber toda una vida para escribir, es posible narrar varias vidas que están contenidas en una.

martes, 23 de marzo de 2021

Notas sobre el pensamiento.

 Cada autor tiene siempre un repositorio de ideas en la cabeza. Estas ideas se materializan en posibles transcripciones que luego evolucionan en cuentos o novelas. Es importante no omitir el sueño con frecuencia, pues es en esta etapa en la que la cabeza descarga las ideas de la sapienósfera, una nube conformada por diversidad de pensamientos. Es como si uno arrojara su caña de pescar y tarde o temprano atrapará una idea que bien vale la pena escribir.

También es relevante no confundir la sapienósfera con la nube virtual que ocupa hoy en día un espacio en la vida de cada persona con un ordenador. Baste un ejemplo muy ilustrativo para aclararlo: de la nube se pueden descargar documentos e imágenes, mientras que de la sapienósfera se descargan ideas completas o conceptos que serán traducidos por el artista hacia un medio apreciable. Usted, creador de historias, no se percatará cuando una idea esté siendo descargada en su cabeza. Es un proceso que, la mayoría de las veces, es asintomático, pero que se relaciona con aquella sensación de tener los pelos de punta. Aclaremos: no está usted asustado, ni ningún espíritu está tratando de cruzar por su cuerpo físico. Es tan sólo que una idea de buen tamaño se ha actualizado en su metabolismo. Es conveniente tener una libreta a la mano para traducir la idea en algo prometedor.

Vale la pena citar a Farí Garcí, quien atribuía la facilidad de transmisión de ideas de la sapienósfera al hidrógeno: "Puesto que el hidrógeno es el elemento más abundante en el universo, las moléculas almacenarán las ideas en relación de 1 a 1". Beba usted agua, por ejemplo, y estará obteniendo dos ideas en cada molécula ingerida. No obstante, estas ideas han sido devoradas y no volverán fácilmente al cerebro hasta ser sintetizadas.

Desmintamos entonces aquel supuesto que dice "no tengo idea" y que surge cuando alguien ha lanzado alguna pregunta compleja. Es más atinado decir: "no he descargado la idea adecuada para resolver este enigma". Pues sin temor a dudas, cientos o miles de ideas podrían estarse descargando en todo momento, sin que estemos enterados de ello. Es normal que no entendamos algunas ideas complejas, porque la sapienósfera no siempre distingue los conceptos de lenguaje o idioma. Si usted no sabe alemán podría ser que una idea difusa le parezca irrealizable, por lo que se sugiere aprenda algunos conceptos básicos de esa lengua desconocida.

Algunos místicos aseguran haber sido capaces de interpretar ideas tan complejas como si hubieran sido diseñadas por Dios mismo. Sí, no es descabellado pensar que la sapienósfera contiene también algoritmos divinos, pero que no siempre llegarán con la mejor traducción a paradigmas humanos.

Si usted se percata de estar descargando una idea, haga caso a sus sensaciones físicas. Anótela, desarróllela y expóngala en la forma que mejor le parezca, tradúzcala para que el mundo se entere de ella. Y si durante alguna penumbrosa charla sobre espantos alguien le pregunta si está asustado, negará rotundamente. Si percibe que los pelos están de punta, extraiga su libreta y póngase a escribir.

lunes, 22 de marzo de 2021

El dolor de escribir.

—¿Escribir tiene que ser doloroso? —preguntó Diana en el taller literario.

El profesor se quedó pasmado algunos segundos. No sabía si aquella pregunta era genuina o la joven abusaba de la situación para hacer una pregunta sarcástica.

—Bueno, sólo si tienes fracturada la mano o si la computadora está conectada a un alto voltaje y te suelta una descarga cada vez que tecleas —contestó triunfante y desgraciado el profesor.

Todos soltaron la carcajada. En la cabeza de Diana, sin embargo, desfilaron las fotografías pegadas en su bitácora, las fechas importantes. Hoy se cumplía un mes desde la muerte de su hermano. Cada tarde le escribía algo con la firme creencia de que desde algún otro plano él podía leer aquello. Y sí, cada frase, cada palabra era dolorosa.

Algunas páginas tenían marcadas las gotas saladas que habían brotado de los ojos de Diana. No obstante, no podía parar. Sentí que su hermano estaba vivo dentro de aquellas páginas. Lo escribía en presente, como si aún estuviera allí.

Esa noche volvió a leer la última página que había escrito:

"Querido Daniel, hoy no viniste a visitarme. Cómo me hubiera encantado que movieras algún objeto en el salón de clase, que entrara alguna corriente azotando las ventanas. Todos se burlaron de mí, pero sé que pronto les darás una lección. Te lo ruego, defiéndeme. Te esperaré mañana. Te quiero".

Ya en el salón de clase, en la misma clase de literatura, el profesor colocaba algunas instrucciones en la pizarra. Una vez que terminó de escribirlas dejó el plumón sobre el escritorio y se puso de frente a los alumnos para explicar. Justo en ese preciso instante Diana tenía las manos unidas en una plegaria silenciosa. Apenas iba saliendo la primera palabra de la boca del profesor, cuando la pizarra se descolgó y azotó estruendosamente contra el suelo y se inclinó hacia la espalda del maestro, provocándole un quejido.

Todos quedaron en silencio, excepto Diana, que tenía el comentario perfecto:

—Entonces escribir sí duele, ¿verdad? Las palabras tienen peso.

Y ante la espontánea carcajada de los compañeros, Diana disfrutó cada segundo de la venganza de Daniel.

domingo, 21 de marzo de 2021

La flor.

 Desafortunado desamor aquel que sufrió un hombre cuando se enamoró de una flor. La vio en esplendor, con los pétalos abiertos. La besó, le habló, le cantó y jamás se atrevió a cortarla de su jardín. Ella no tenía labios para corresponder los besos, ni voz para devolver las palabras amorosas. Por las mañanas podía entregar solamente el rocío, pero aquel hombre pensó que era el llanto de las incompatibles formas de la naturaleza. Estaba seguro de que existía allí en el tallo una savia palpitante que también lo amaba: no cabía duda de que en el interior estaba una mujer atrapada esperando ser amada.

Él pensó que los modos de demostración de afecto podían ser abastecidos tal y como lo hacían las flores: inclinándose con el viento, desprendiendo más fragancia por las noches. Él salía a verla también antes de irse a dormir: rozaba sus labios por el exterior de cada pétalo, aunque se le llenaran las mejillas de polen. Hacía frío, pero él era romántico: había ido por una frazada para cobijarla.

Otra preocupación importante eran los tiempos de vida. A él le sobraban años y a ella le faltaban días. A la rosa rosada le palidecieron las horas. En la comprensión de la belleza perenne, él no veía a una flor anciana, sino a una joven que agonizaba y que seguramente moriría joven. Había enmarcado la foto sobre su escritorio: allí estaba la rosa jovial, cuando apenas se abría el capullo, mostrando signos de adolescencia bajo la lluvia fresca. Él absorbió con fuertes aspiraciones la primera fragancia y abrazó la ingenuidad. Sobre el cristal de la foto había una fecha: 21 de marzo. No porque hubiera sido fotografiada ese día, sino porque le había robado el primer beso.

Las primeras noches él dormía en el jardín, junto con ella. Sacaba una colchoneta y almohadas. Se tomó el cuidado de extender una red para evitar los mosquitos. Allí, en noches especiales, le contó a ella anécdotas sobre las estrellas. Alejó cualquier plaga posible y ni siquiera a las abejas les permitía entrar en contacto con ella.

El 10 de abril comenzó la desgracia. Ahora perdía color y los pétalos endurecían lentamente. Y de forma contraria, el amor crecía. Él se disculpó por si le faltaron cuidados, él quería escuchar aunque sea en sueños la voz de la rosa. Se disculpó por parecer inmortal y soportar tantos años mientras la vida de las flores cruza el destino con excesiva fugacidad.

A la noche siguiente la bañó con un bálsamo que él mismo había preparado. Se sentó junto a ella para recordar el primer día en que se conocieron. No le importaba llenarse la ropa de tierra. Tomó el tallo y descubrió la más filosa espina. Con ella se pinchó la palma de la mano para intercambiar savia y sangre. Cuando la agonía no dio para más, la rosa rosada fue descubierta marchita en una mañana nublada.

Hizo los preparativos, excavó allí mismo otra zanja en el jardín para enterrar al amor de sus semanas. Encima colocó una carta que contenía un juramento. Y mientras se tocaba la cicatriz de la espina con los dedos de la otra mano, recordó esas palabras: llegaría un tiempo después de la muerte en que él sería un alcatraz, digno de ser amado por la rosa reencarnada en mujer que lo cuidaría mientras los días y las noches lo permitiesen.

sábado, 20 de marzo de 2021

Así debe iniciar.

La primera oración de una novela es crucial. Debe ser una enorme puerta hacia lo desconocido, abriéndose solemnemente. Debe abrirse lo suficiente para poder deslizarse al interior de la promesa que se está haciendo: te vas a quedar hasta el final. Hacia el fondo deberá verse un escenario sin límites con caminos y bifurcaciones. El primer personaje hará una entrada memorable; posiblemente absurda, cuyo sentido será aclarado más adelante.

Cualquier puertecilla que se abra de sopetón causará otro efecto más desinteresado. Y aun así hay una clave para la ejecución de la novela: no importa el tamaño de la puerta, sino el cómo se abra, dónde y qué tanto. Claro está que si colocamos un portón místico y sabemos abrirlo, la gratificación será doble. No hay nada más decepcionante que una puerta ruidosa que lleva a algún plano no tridimensional.

¿Sugerencias? Usar antorchas, cerrojos históricos, madera pesada... una puerta viva. Entonces no se estará leyendo una novela, se estará entrando de lleno en un libro.

viernes, 19 de marzo de 2021

La inconclusa literatura.

Llega un momento en la vida en el que cada escritor siente que ya todo ha sido contado, pero se engaña a sí mismo.

jueves, 18 de marzo de 2021

Comentarios de dioses.

 Era oficial: se había inaugurado el primer taller creaturil entre dioses locales. Allí se discutirían las obras creadas y se harían críticas eficientes para mejorar nuevas creaciones. Aquello tendría lugar sobre la montaña más alta de la que se pudiera disponer. El arquitecto construyó un domo de cristal para frenar al viento y posibles interrupciones de animales salvajes. Como los dioses son puntuales el taller comenzó cuando los siete estuvieron sentados.

Se dio una bienvenida precisa y rápida. Cada dios expuso entonces encima de la mesa la criatura sobre la que estaba trabajando. Se respetaría la exposición por orden de llegada. El arquitecto extrajo de su mochila un cristaloide con múltiples patas y comenzó a explicar.

"Esta criatura será un generador de minerales. Se alimenta de tierra y piedras y después produce algunas piedras preciosas. Tiene muchas patas por si alguien intenta atraparlo, no lo alcanzaría nunca".

Los demás evaluaron algunos minutos en silencio y después lanzaron los comentarios. Entre otras cosas, dijeron que era frágil, que podía romperse. Si se le unían las partes con plomo para volverlo vitraloide ya no habría problema. A un dios no le gustó que la criatura fuera silenciosa, hizo petición de modificarlo con un tintineo. A otro no le gustó que anduviera bajo tierra, que lucía mejor en la superficie. ¿Y no lo devorarían otras bestias? No, porque nadie come vidrio en estos tiempos. Creo que tu creatura está bien, tiene buena forma, los detalles están pulidos, pero yo le pondría otro ojo. No, yo creo que hay que quitarle patas y ponerle garras. ¿Y garras para qué? Quizá alguna otra criatura se meta a habitar en él, porque ofrece protección, así como este domo.

Los dioses hablaron.

El arquitecto guardó al cristaloide después de anotar las correcciones pertinentes.

—¿Cuándo piensas publicarlo? —cuestionó el botánico.

—Tan pronto esté perfeccionado.

Como los dioses eran muy ordenados, sabían perfectamente quién debía exponer ahora. Era el turno del botánico. Extrajo entonces una pelotita de tierra que él mismo nombró "terronil antiplaga", de la cual salían fauces hambrientas.

"Esta criatura es capaz de mejorar las cosechas y eliminar cualquier plaga. Si quieren mazorcas en perfecto estado basta poner una de estas criaturas para que ningún cuervo se acerque".

Pronto iniciaron los comentarios, pero también había ego entre sí, por lo que aparentemente se interrumpían, pero por el sentido de perfección, ninguna voz se encimaba a otra, sino que en algún silencio se escabullía la participación oportuna del otro.

¿Y los cuervos no son criaturas también? Ni modo que los devore tu criatura. Sí claro, cría cuervos y la criatura se comerá las pulgas. A mí me gusta, parece una cabeza de medusa. ¿Y quién va a decidir qué es plaga y qué no, la criatura misma? Momento, yo creo que la criatura debe estar al servicio de algún agricultor, como el perro fiel, pero en este caso como guardián. ¿Y qué come? Tierra. La creatura está bien, pero yo le quitaría algunas fauces. Que no digan que lo has plagiado de la cabeza de medusa. No, no, tu criatura será como una manzana de la discordia entre dos granjeros, porque para lo que uno es plaga para el otro podría no serlo. Yo sí la apruebo, afina nada más ese detalle de las fauces. ¿A qué animal ya existente se parece el sonido que emite? Ah, ¿pero es que no emite ningún sonido? Yo creo, colegas, que eso del sonido se ha vuelto un estereotipo, puede ser una criatura silenciosa y horrorosa; digo, si el tema es el horror, claro, no hay pretensión de ofensa aquí. Ajá, y que por noviembre o diciembre puedan ser más vistas.

Los dioses habían hablado nuevamente.

El botánico anotó las correcciones y guardó al "terronil". Después sintió la tentación de irse, porque no estaba acostumbrado a las críticas. Pero como era un dios, encontró la paciencia suficiente para quedarse a escuchar las exposiciones de los demás.

Ahora, durante el turno del submarinista, aparecía en la mesa una criatura horrible, indescriptible. Asemejaba a un pulpo o un calamar, con muchos ojos, bocas y líquidos que brotaban de tentáculos. Además no era nada silencioso, emitía gritos de sirenas en agonía y lamentos fantasmales de mar abierto.

—Este es el mío, aún no le encuentro algún nombre, ¿qué les parece? —dijo.

Muy soberbio. Parece más un intento de demostrar habilidades de creación que de meter una criatura decente al mundo. ¡Y el ruido, qué espanto! Yo te sugiero que primero ingreses en un taller básico de creación creaturil, hay muchas fallas y errores. ¡Demasiados ojos! ¡Uy, innumerables bocas, repetir mucho es desgastante! Te saltaste las reglas básicas de convivencia. Exacto, tu creatura devorará y aniquilará las especies ya creadas sin justificación. ¿Qué come? Ah, es omnívoro. No, con mayor razón le falta mucho ajuste. Déjame ver la escala con la figura humana. ¡No, qué grande, los hombres serán botana! Habíamos dictado que las bases eran para formular creaturas, no demonios. Yo creo que te estás confundiendo de género creacional.

Terminaron. Después del silencio acostumbrado el submarinista guardó su aberración. Empacó sus cosas y se retiró con disimulo. A pesar de su condición de dios, se sentía ofendido. Los que quedaron murmuraron cosas.

Yo creo que es el primer taller al que asiste. Sí, y además es la primera vez que crea algo. ¿Viste la cantidad de errores en su creatura? Y por si fuera poco dejó que el ego se interpusiera. No, si todos los dioses marinos hicieran esas desgracias tendríamos cientos de mares muertos.

Los dioses continuaron hablando un poco y prosiguieron su taller. No obstante, al dios submarinista se le hacía realidad una cláusula de las leyes divinas. Al haber sucumbido a emociones humanas, como el ego, revocaba su título de todopoderoso. Bajó por toda la ladera de la montaña y cuando amaneció se dio cuenta de que estaba convertido en simple mortal. Entonces sí, sin más poder para crear formas vitales, decidió volverse autor y escribir grandes cuentos.

Se instaló en alguna costa y aterrorizó a los niños locales con aquellas historias de creaturas que pululaban en el fondo marino.

Allá arriba en el taller creaturil los dioses, tarde o temprano, crearon al Kraken. Y el submarinista mortal se sintió plagiado.

miércoles, 17 de marzo de 2021

Al calor del vestido.

En el hotel, muy temprano, el "botones" entró para examinar la habitación pero se disculpó porque vio ropa aún en la cama. Era un vestido negro, corto.

De la ducha salía Carolina en una toalla y quedó estática cuando vio a aquel desconocido allí dentro. Ninguno de los dos hizo ningún movimiento. Él quería salirse a toda prisa, para no incomodar, pero ella no se lo había pedido. Ella quería, deseosa, hacer una locura y pedirle que no se fuera para tener un último encuentro íntimo antes de volver a la ciudad.

Nadie tuvo que decir nada. Él tomó la iniciativa, cerró la puerta, se acercó hasta la ducha y despojó a Carolina de su toalla. Deslizó suavemente su nariz por toda la piel húmeda e hizo de cada rincón una degustación fina. Tomó el vestido de la cama y lo deslizó suavemente sobre el cuerpo femenino, tan pausadamente que acariciaba la escultura debajo de la tela. Ella parecía complacida: no habló, no se quejó, sólo se dejó llevar. Modeló aquel vestido por toda la habitación y él aprovechó para hincarse y meterse abajo, entre sus piernas, justo donde comienza el río erótico.

Carolina se rindió completamente ante su intruso. Era joven y olía bien. Ambos disfrutaron aquellos quince minutos donde el tiempo se extendió. Tan pronto terminó, el "botones" se vistió y salió al pasillo para indicarle a la mucama que podía pasar a limpiar el cuarto.

 Carolina había olvidado su vestido negro sobre la cama, extendido. Allí estaba el cansancio, metido en la prenda, porque toda la noche lo había usado para bailar y beber. El vestido corto había recibido accidentalmente el derrame de un trago de vodka, cerca de donde queda la entrepierna. Por la mañana Carolina había salido con prisa para tomar su vuelo de vuelta. El vestido era la única evidencia de aquella noche romántica, llena de música y licor.

Afuera, mientras se subía el cierre y fumaba un cigarrillo, Daniel, apenas dos días empleado como botones, había imaginado la mejor escena para la masturbada de su vida; con un vestido negro que pertenecía a una Carolina.

martes, 16 de marzo de 2021

La mancha.

 Berenice estaba obsesionada con la limpieza de su texto. Sólo que esta pulcritud no tenía relación alguna con la gramática o la buena ortografía. Ella buscaba siempre la hoja más blanca para imprimir el cuento y después lo colgaba temporalmente en una pared para examinarlo. Tenía que estar llena. Un cuento a medias que dejara una parte en blanco aparecía como un desastroso defecto del cuento mismo.

Lo había hecho de nuevo: terminó en la última línea que le permitía el procesador de textos y puso su punto final. Cómo gozaba ese punto: levantaba el dedo un poco más de la cuenta y lo azotaba contra la tecla, como si la victoria consistiera más en llenar la hoja y cargarla con caracteres que en el propio contenido. Mandó la impresión en una hoja inmaculada: no tenía ningún defecto de fábrica, ni tachones, ni dobleces que dejaban arrugas. Colgó aquello en el sitio de siempre y se alejó. Entonces empezó su proceso místico: entrecerró los ojos para no leer a propósito las letras, sino verlas como un conjunto de tinta artística. ¿Era pintora o escritora? Ni lo uno ni lo otro, sino que se concentraba en innovar mescolanzas de aspectos estéticos diversos. A veces escribía lo que le había pasado en el día, o algún sueño; no importaba lo que escribiera, conque se llenara la hoja.

Así, mirando su cuadro de exposición de letras descubrió una mancha. Esta se formaba, curiosamente, por cómo estaba formado el párrafo y la cantidad de letras. Hacia esa zona donde había palabras más largas daba la impresión de que se concentraba más la tinta, y por ende la mancha. Hubiera querido arreglarlo de forma sencilla, que era volver a escribir y usar palabras más cortas o más monosílabos. Pero esa mancha no se iría tan fácil, porque era parte inherente a lo ya escrito. Berenice se atrevió a voltear la hoja para ver si aquello desaparecía, aunque las letras estuvieran de cabeza.

Giró la hoja en todas direcciones, la acercó, la alejó, pero la mancha sólo se concentraba con mayor fuerza. Berenice estaba arruinada, nunca antes le había salido eso en un texto del cual se abstraía para ver sólo la carga de tinta y los claroscuros entre negro y blanco. Alguna vez un amigo suyo le sugirió usar sólo caracteres similares, como llenar la hoja con cientos de letras "A" mayúsculas. Pero ella rechazó la idea porque aquello era equivalente a pintar un cuadro con sólo un color. ¿Y por qué no? No le entraba adrenalina de ese modo.

Fue al baño para echarse gotas refrescantes en los ojos. Por supuesto, no usaba lentes, porque eso contaminaba la admiración pura de la propia vista. Volvió a mirar el cuadro-texto repetidas veces, sólo para percatarse de que la mancha jugaba con ella. A veces estaba y a veces no. Berenice se estaba volviendo loca con aquel perfeccionismo ingrato. Necesitaba saber si era sólo su obsesión o realmente había una mancha allí. Llamó a aquel compañero que sabía hacer críticas y le pidió que también observara.

—¿Qué ves allí, Carlos? —le preguntó, arrugándose los cachetes con los dedos.

—Dame un tiempo definido. Cinco minutos y te respondo —contestó él, concentrándose en el texto.

Cuando transcurrió el tiempo Carlos hizo la crítica apropiada: un texto mal trabajado, con espacios dobles, las tildes ignoradas, errores de sintaxis y demás. Berenice se jaló los cabellos.

—No, no. ¡No es lo que debes ver! No lo leas. ¡Quiero la impresión abstracta! ¡Los párrafos forman una mancha allí en el centro! Por Dios Carlos, cualquier perro la vería.

—Sí pero yo no soy perro.

Aquella discusión terminó mal, porque Berenice comenzó con su nerviosismo crónico. Carlos tomó sus cosas y se dispuso a salir pero ella le prohibió el paso. Lo amenazó con no dejarlo ir hasta que evaluara la forma en que la mancha desaparecería. Y su respuesta fue casi obvia, tajante:

—Cuando aprendas a escribir tus cuadros dejarán de estar sucios.

Carlos azotó la puerta y Berenice quedó allí, mirando con horror la mancha que ahora parecía más grande. Creció más, hasta el punto en el que casi ocupaba toda la hoja. Se quedó tirada mirando el techo, evaluando las diferencias entre escribir y teclear.

lunes, 15 de marzo de 2021

Eso que se sube en uno.

 A algunos escritores, cuando de plano no les emerge nada de la cabeza ni les brota nada del espíritu, les parece que se les ha subido "eso" en la espalda. Una criatura enredada que es capaz de absorber las ideas que están a punto de ser escritas. "El mequetrefe antiliterario", o así le llaman.

Entonces hay que dejar la pluma y sacudirse, porque cuando no está en la espalda se trepa a los hombros. Está al acecho, muy alerta, mirando si el escritor toma una pluma y un papel o se acerca a un teclado. La solución está en soltar el texto, dejarlo reposar, aunque no haya sido escrito. Todo es cosa de relajar y hacer dormir a la criatura esta.

domingo, 14 de marzo de 2021

La multiplicación de los poemas.

 Es conveniente tener un poema viviendo en un libro en casa, pero no por mucho tiempo. Para que las estrofas realmente florezcan es importante regalar el poema. Descuide, que no se habrá ido, porque todo poema regalado deja siempre una espora que germina después.

No es de sorprenderse tampoco que algún poema regalado vuelva ocasionalmente para revisitar el libro del que ha partido. Querrá llevarse algún otro conjunto de versos para que el viaje sea más entretenido.

Habrá quien quiera quedarse con la poesía para sí mismo. Allí no hay peligro: un poema prisionero es un invernadero en potencia. Se multiplicará y formará poemas híbridos. Eso sí, tarde o temprano buscarán un contenedor más grande: un cerebro al cual irse o una mente abierta.

Si es tan obstinado como para no regalar un poema nunca, no se preocupe, que se le saldrán de donde los tenga y buscarán regalarse solos a quienes mejor les plazca.

Poesía engendra poesía.

sábado, 13 de marzo de 2021

La elegancia de la buena escritura.

 Escribir bien es como caminar gallardo, entero, altivo. Se tiene orgullo y prudencia. Hay una elegancia en las letras, porque son coherentes, mantienen su formación y la colocación que se les ha dado. El sentido de las frases se mantiene, las reglas están al pie de la expresión. Si se comienza a pasar por alto semejante cautela, se notará al autor algo desaliñado. Entonces se cree que ir en contra de la gramática es una rebeldía que impone, pero que en realidad denigra. Se omite algún acento, se ignora la puntuación, se desechan las buenas formas.

Bueno, "el objetivo de una lengua es comunicarse con eficiencia". Y mientras esa premisa quede cumplida, pronto habrá más y más rebeldes que ignoren las posturas adecuadas. Se deja de caminar con gallardía y se encorva la espalda, porque los acentos pesan. Falta algún punto y se transforma en agujero en el zapato. Una mayúscula mal puesta es un calcetín que no combina. Aquel rebelde pronto será un mendigo del lenguaje que estará pidiendo signos de puntuación porque ya no le quedan más. Las faltas ortográficas serán como la caries, que pronto comienza a hacer agujeros en todos lados.

Algún rebelde saltó para su defensa: "¿no es pedantería? Tú me entiendes, aunque escriba así. Eso no importa, lo que importa es el contenido". Y para acabar pronto, le contesto: ¿no es pedantería lavarse los dientes? De todas formas se ensucian. ¿No es pedantería traer inmaculado el traje formal en una presentación? De todas formas lo que importa es el contenido, que vaya en pijama.

¿Hay alguien que lea mucho y escriba mal? Pocos casos. Escribir mal es como beber un buen vino en un vaso de plástico. ¿No se merece el texto la composición adecuada? Escribir bien es andar con paso seguro, determinado, darle al otro la buena impresión, lucirse en la primera cita amorosa. Escriba bien y enamore. ¿Es pedante ponerse perfume y usar la mejor camisa para conquistar? Escribir bien es dejar ver que la literatura creada no tiene espacio para imperfecciones o informalidades.

viernes, 12 de marzo de 2021

Casi infinita.

 Cuando a aquel narrador le pidieron una historia casi infinita, lo solucionó con practicidad: hizo un libro grueso que diera la vuelta 180 grados, de tal forma que la contraportada se juntó con la portada y aquello se volvió un objeto incapaz de cerrarse. Sólo que contenía un error muy evidente: la historia terminaba y volvía a iniciar. Agregó una variable que prometía dar algunos resultados interesantes: en vez de comenzar en la página uno, podía ser en la cien y tarde o temprano la historia cobraría sentido. Pero, ¿y para los que ya la habían leído? Podían encontrar algo nuevo, como cuando se mira una película por segunda vez para enfocar esos detalles que al principio se pasaron por alto.

Este sistema rudimentario se mejoró cuando se transcribió al formato digital. En una base de datos se colocaron todas las páginas y se ideó un programa que entregara páginas al azar, pero usando algunos conectores de ideas para que aquello tuviera secuencia. Así, cada vez que alguien leyera el libro, podía obtener una historia similar, pero con diferencias. Algún lector hizo las pruebas pertinentes y dijo que la historia se extendía mucho, que no creía llegar al final pronto y que se estaba poniendo interesante. Alguien preguntó: "pero ¿no te sabes ya la trama y los personajes? Esos no cambian. Aunque las hojas se entreguen en un distinto orden tú ya sabes el desenlace". Dicha crítica sirvió, por supuesto, para hacer mejoras en aquella historia pseudoinfinita.

Se añadió otro libro más, por lo que el número de páginas aumentó. El autor original formuló diagramas de flujo con categorías gramaticales. Aquello era un principio simple: un sujeto X realiza una acción Z y tiene una consecuencia V. Todo progresó hacia algoritmos y en menos de dos años se tenía ya una biblioteca con inteligencia artificial. Se podían agregar más libros cada vez para que las historias fueran más complejas. O mejor dicho: la única historia que no había terminado de contarse jamás. Resultó que, por ejemplo, el explorador de cuevas de un libro no terminaba nunca sus aventuras, porque luego tomaba un viaje en barco y allí tenía más problemas. Era un único protagonista que luego aprendía a hacer más cosas, ahora era piloto, luego capitán, ora poeta y un gran francotirador.

Aquel sistema había sido diseñado para entretener infinitamente, pero pronto cayeron en la cuenta de que en realidad era una máquina de generar ansiedad. El lector podía acercarse cada vez más al final del libro pero nunca llegaba a él. Podía pasar, digamos, los últimos treinta años de su vida leyendo mil páginas diarias y era como seguir la vida privada del protagonista día con día. Mientras el personaje principal no muriera aquella novela podía seguir y seguir...

Después del gran número de quejas de lectores, el autor decidió poner un final a aquello. Apagó el programa, tomó su máquina de escribir y envió a su protagonista al exilio. Terminó toda aquella parafernalia con la siguiente frase:

"Fue así como el capitán, teniente explorador, submarinista... (y todos los demás títulos del señor) quedó varado en una región donde una enfermedad le cobró la vida".

Nadie estuvo satisfecho. Definitivamente hay novelas que deberían seguir y seguir, para que el final no decepcione. O mejor escribir novelas que duren poco y tengan finales interesantes.

Todos los lectores se quejaron de aquello y pidieron al autor que reencendiera el programa, porque estaban melancólicos. No obstante, el autor se negó. Se comprometió, sin embargo, a llevar a partir de ese momento un blog que comenzaba de la siguiente forma:

"En un extraño suceso, el capitán, teniente explorador (y los demás títulos) recuperó un aliento de vida y volvió al mundo". Fue aceptado. Todo era simplemente que la literatura no puede reciclarse así nada más. Los lectores detectan eso a millas.

jueves, 11 de marzo de 2021

Taller.

 Todos alrededor de la mesa extendieron sus hojas. Las pasaron al de la derecha y el círculo de personas hizo así cambio. Todos leyeron. Después de diez minutos se repitió la operación. Pronto todos sabían de qué trataba cada uno de los siete cuentos.

Luego comenzó la guerra. Se atrincheraron los autores mientras llovían de todas partes las críticas, a diestra y siniestra. Los bombardeos editaron, cuanto menos, los paquetes de texto cuando se estrellaron. Los más desafortunados eran destruidos. La persona siete tiraba a la dos. La dos defendía y respondía a la cinco. La uno era atacada por la tres y la seis. Los lápices no tuvieron conmiseración, usaban goma y grafito para tachonear.

Las hojas daban vueltas, era difícil evitar una crítica directa. Alguno que no tenía tan buena puntería elaboraba críticas generales a ver si caían al azar. Aquellos cuentos reverberaron y algunos se disfrazaban de ensayos, con tal de no ser ofendidos. Ninguno se salvó. El reloj contó y persiguió la alarma premeditada, con lo que se levantaba un banderín de tregua.

(Continúa)

miércoles, 10 de marzo de 2021

Poco tiempo.

 Existe una leyenda que asegura lo siguiente: el tiempo de perdón de una mujer es tan efímero como lo que tarda una de sus lágrimas en alcanzar su boca. Si en este breve lapso, en algún romance profundo, se intenta corregir el daño causado, se estará en el paraíso del perdón absoluto, siempre y cuando el daño no sea irreparable. El problema es que casi siempre todos tardan mucho más que el trayecto de la lágrima rodante. Y es así como los cristales líquidos que brotaron de los ojos entran por las fauces que conducen a las entrañas que arden. Arde y sigue ardiendo. Aquello es una fragua que no para, y con cada problema nuevo se va forjando la espada del resentimiento.

Basta tan sólo beber uno de esos cristales líquidos para experimentar la amargura de lo incomprensible.

martes, 9 de marzo de 2021

Tal vez si no dudaras, autor.

 Hay una manera muy fácil de dudar sobre algo cuando se narra una historia creíble: usar quizá, tal vez, a lo mejor... Si el texto es tuyo, no dudes, estás en ese mundo en constante obra. Algo se derrumba y algo se edifica. No, aquí no caben las incertidumbres. ¿En un personaje? Se te perdona, porque está aprendiendo a adaptarse al entorno. ¿Pero de un autor? Impropio, imperdonable. Si persiste la duda, también harás dudar al lector.

Quizá Beatriz pensaba en que aquello no era lo mejor, ¿estás especulando? ¿Por qué no le preguntas? Beatriz te lo dirá para que puedas narrarle esa acción de mejor manera. Y si no puedes resolver esa duda sobre Beatriz entonces omite la línea. O sustitúyela. No hagas pensar a Beatriz, impón su orden narrativa y ya ella se las arreglará posteriormente en otro capítulo para desafiarte. Es simple:

Aquello no era lo mejor para Beatriz. No lo era y punto. ¿Alguna objeción? Beatriz puede dudar, pero tú no:

Beatriz dudó. Quizá aquello no era lo mejor... No, no. Así no. Cuesta trabajo dejar de dudar. Hagámoslo de nuevo:

Beatriz dudó. Aquello no era lo mejor... Así. Que la incertidumbre se vaya al carajo por un rato. El autor es constructor, narra porque conoce el mundo, si eres omnisciente con mucha más razón está prohibido que pongas en duda las acciones de los personajes.

Pensarás entonces en que el personaje quiere algo. Siempre quiere algo, pero no lo pongas a la vista. No dudes de eso que quiere, tú lo sabes, señor autor. Es magistral cuando los lectores dudan, siempre y cuando se les ocurra a ellos esa incertidumbre. Tú no puedes poner de manifiesto directo cuándo un lector debe dudar. Puedes sembrar la duda, con argucia: hacer que personajes y lectores duden. Eso sí.

Beatriz quería tal vez encontrar al amor de su vida.

En el fondo tú sabes lo que Beatriz quiere. Y sabes cuáles son sus dudas. Resuélvelas, que para eso eres el autor.

Es más, vamos a preguntarle:

Beatriz, ¿quieres encontrar al amor de tu vida?

—Ah, no lo sé. Sí, pero no. ¿Tú sabes quién es?

Yo no te contestaré. Que lo haga el autor de tu historia.

¿Ves, autor? Debes resolver eso, sin dudar. Tú tendrás tu propio diálogo con Beatriz, para que cuando ella salga a escena en los diálogos de tu obra se note que Beatriz sabe lo que quiere. No puedes permitirte que los lectores se den cuenta de que no conoces a Beatriz. No hagas tonterías. Conócela. Y no, desafortunadamente un autor no puede tener una relación seria con un personaje. Se quiebran cosas, se confunden sentimientos.

De verdad, quítate el vicio de los "quizá, tal vez, acaso". Que Beatriz los use todas las veces que quiera, mejor.

Y si vas a usar esas expresiones, hazlo de forma idónea. Tal vez esos adverbios de duda están hechos para usarse como las balas de un revólver. Máximo seis, en posiciones estratégicas que al ser disparadas den en el blanco al cuento.


lunes, 8 de marzo de 2021

El sombrero y el cuervo.

 Pocos tienen un problema tan serio como llevar sobre la cabeza a un pájaro que se cree sombrero.

Todo había comenzado con un espantapájaros. Pasó algún cuervo volando (uno negro), que en sus pericias aerodinámicas, había tomado entre sus garras el sombrero del hombre de paja. Otro cuervo (uno gris) observó aquella maniobra y sintió una pena grande. Emprendió vuelo de persecución para atrapar al ladrón. Iba al vuelo, detrás de él, a una distancia prudente, para esperar a que reposara en algún sitio para recuperar el objeto robado. Aquello no pasó.

El cuervo negro llegó a una plaza y arrojó lejos el sombrero de paja, pero inmediatamente sustrajo algún otro que llevaba puesto una sofisticada mujer. Como ráfaga certera se arrojó entonces el cuervo gris al pelo desordenado de la dama, para que no se percatara de que le faltaba algo. Y así, pronto comenzó la vida de sombrero de aquel cuervo heroico.

Cada vez que la dama sentía calor, se quitaba el pájaro con la mano y se abanicaba con él. El cuervo gris hacía su mejor esfuerzo por mantener la rigidez de las plumas y evitar el desengaño. En una sociedad aristocrática aquello de comportarse como un buen sombrero sólo era la primera de una larga lista de reglas. Por supuesto, el cuervo gris tuvo que ir aprendiéndolas, entre sudor y alas húmedas, entre esfuerzo y graznido.

(continúa)...

domingo, 7 de marzo de 2021

Polos del lenguaje.

 Si la poesía es la exaltación del lenguaje común hacia lo sublime, donde las metáforas van hacia la interpretación multidireccional, entonces es lógico pensar que la diatriba es lo opuesto. En medio está, por supuesto, el lenguaje de uso constante. Así, pongamos el siguiente caso para ilustrar lo anterior:

Una estrella estará justo en su parte media cuando apuntamos a su definición. Un cuerpo celeste que brilla en la noche. Colocada en el pedestal de la poesía: un ojo distante, un diamante enorme, un sueño que se le escapó a tal o cual doncella. Situada en el montículo de la diatriba: una esfera explosiva, un punto blanco inalcanzable, un defecto del manto nocturno, un pedazo de algo que se consume.

¿No es, sin embargo, la diatriba, una variante efímera y excéntrica de la poesía? Si es esta última la manifestación de la belleza o esteticidad como cualidad del lenguaje, ¿no sería arbitrario algo bello en los ojos de cada observador? Véase a la estrella como una perforación del manto negro que deja pasar un fondo blanco. ¿Y si se dijera que la estrella es un fragmento de otro astro hecho pedazos? Según se ve, es fina la capa que divide la interpretación de semejante mensaje.

Estrella, amargo mensaje del desamor. Falsa esperanza.

Es un verso, pero no exalta al objeto.

Ya no parece tan lógico que lo opuesto de la poesía sea la diatriba. Por lo tanto, cabría la posibilidad de que el polo realmente opuesto sea un lenguaje incongruente, de un nivel de baja interpretación, rudimentario y primitivo (tal vez hasta incompleto):

Estrella. Luz. Lejan, ya. No. Sin, sin. Nul.

En dicha oración se roza la barrera de lo ininteligible. Quizá sea este punto de la deformación del lenguaje el que lleva al detrimento de la poesía, como un veneno de esta. Al lenguaje común se le puede entonces envenenar con la deconstrucción y destrucción, o se le puede sublimar con el antídoto de la poesía. Y estos niveles no están situados a una altura exacta.

sábado, 6 de marzo de 2021

Invocación.

 Durante algunos momentos ella pausó el ritmo. Él estaba en plena sincronización. Se habían unido como piezas de rompecabezas que eventualmente jugaban a armarse y desarmarse. En esta ocasión pretendían reconocer que era posible intercambiar de conciencia, aunque fuera por milisegundos. Entonces oyeron el tic tac del reloj de pared y comenzaron a seguirlo. Ella estaba atenta al sonido y su cuerpo lo imitaba. Él sintió entonces que ella era, por instantes, de composición mecánica: estaba seguro de que tenía encima a una amante con engranes y resortes por dentro, y que todo funcionaba como si estuviera aceitado desde un día antes.

El objetivo era sincronizar el tic tac y el estallido de las convulsiones corporales de tal forma que sin pronunciar nada los cuerpos supieran lo que estaban haciendo de forma automática. Gradualmente se elevó aquel éxtasis. Cerca de la cumbre ambos quedaron fijamente anclados por los ojos. Y sucedió: él se había convertido en ella y viceversa. Luego retornaron los espíritus y volvieron a intercambiar. Así un par, una tercia y una decena de veces, tan rápido que parecía que no se movían del todo. Los cuerpos repetían el estallido, como si estuviera creándose una galaxia: la conciencia del diminuto viajero.

Y al último cuando los cuerpos quedaron agotados, vencidos en la cama, el reloj quedó en silencio. Tanto ella como él tenían la mente allá arriba, en pleno universo, quizá dentro de alguna nebulosa, donde le daban la bienvenida a la réplica que acababan de crear. Y luego olvidaron su propio idioma: ambos cuerpos eran ocupados por la paz eterna de una promesa que está por llegar.

viernes, 5 de marzo de 2021

Mariposas de papel.

Cierta novela estaba a punto de terminar. Sólo que el autor temía dar otro paso. Tenía a sus personajes bien colocados, como fichas de ajedrez a punto de lanzar un jaque mate. Había duda. Si se tomaba la dirección errónea, la novela iría a parar en el final caótico. ¿No era eso lo que la hacía interesante? Para el escritor no. Aquel día las ideas dieron varias vueltas en la cabeza, como mariposas que no terminan de revolotear y no se deciden por ninguna flor.

La pregunta más complicada era esta: ¿era justo perder el trabajo de toda una vida por las exigencias de un romance? Esta era la historia de un coleccionista de mariposas que había adquirido un vivarium. En él, gradualmente, se habían mudado diversas especies lepidópteras. Bajo el calor de un verano simulado en otoño el coleccionista había admirado los milagros, uno tras otro, como días fortuitos de reproducción. Tenía capullos. En las plantas se ofrecía el nacimiento de alguna oruga. En las flores libaban las mariposas maduras. En días con mucha suerte él podía ver el momento exacto de la liberación de la oruga para irse a volar.

Pronto llegó el contraste: una mujer conquistada por el amor, pero que tenía aberración a cualquier tipo de insecto. "Bueno", dijo él, "el vivarium está del otro lado de la casa y no tienes que acercarte. Estarás bien". Funcionó al principio, pero después ella sintió por las noches, en alguna pesadilla, que todas las orugas escapaban y se arrastraban por dentro de la cama, como pequeños monstruos hambrientos que se la comerían. "Pueden escapar, es mejor no tenerlas", concluyó ella. Cualquier hombre sensato hubiera dejado fracasar aquella relación injusta, con tal de no perder la pasión vital por la entomología. Él insistió que ninguna mariposa escapaba. Eran, además, insectos asociados a la belleza, a la libertad. ¿Cómo podían no gustarle a ella? Intentó indagar en su pasado, por si había algo en su infancia, pero ella sólo mostraba un horror por las criaturas.

Durante algunas semanas ella olvidó el vivarium, porque en la casa se hablaba de otras cosas: de flores, de perros, de paseos en el parque, de comidas favoritas. Cierto día él escuchó un grito parecido al que produciría una mujer que acaba de enterrarse un cuchillo: una mariposa limonera había entrado por la ventana de la cocina y se había parado en la nariz de la joven. Manoteó, gimoteó y huyó hacia las recámaras. Él, con precisión y calma fue por la red para capturar a aquel ejemplar. Una vez que la depositó en una jarra de cristal para llevarla posteriormente al vivarium, fue a consolar a su novia.

—¡Te dije que escaparían! ¡Ya comenzaron a salir! —dijo, nerviosa, mirando en todas direcciones por si veía alguna mariposa.

La verdad es que él no tenía mariposas limoneras. Había llegado desde muy lejos, era una de las especies que hacía falta allí. Él intentó explicar esto a la chica, que no era del vivarium, que no hacía daño, que no escaparía. Y cualquier mujer sensata se hubiera controlado, pero no ella. Advirtió que se iría, que no soportaba, que no olvidaría la aberrante sensación de las patas de la mariposa en su nariz. Pronto empacaba. Él intentó persuadirla, pero era demasiado tarde, ya había reunido su ropa, sus perfumes, sus cosas. Antes de que ella diera el último paso hacia afuera, él interrumpió.

—¿Y si cierro el vivarium? Ya no entraría allí. No te vayas.

Ella sólo se cruzó de brazos, allí en la entrada, de espaldas. Parecía que el chantaje silencioso estaba funcionando. En ese momento el coleccionista volteó hacia el cielo, como pidiendo a Dios una solución. Y en ese momento el autor estaba indeciso, no sabía por dónde continuar la historia. ¿Era justo cerrar el vivarium por ella?

—No lo cerrarás. Lo abandonarás completamente. O te vienes a vivir conmigo y renuncias a tu jaula de monstruos o te olvidas de mí —lanzó el ultimátum.

En ese momento el autor se quitó los lentes y se frotó los ojos. La chica se estaba pasando de lista, aunque fuera una creación de él. ¿En serio, amenazarlo a él, el escritor de la novela? Entonces simplemente cerró su bolígrafo y la libreta donde estaba escribiendo todo. Después buscó la página donde ella aparecía por primera vez. La arrancó y comenzó a recortar mariposas de papel con letras que echaban a volar tan pronto estaban delineadas con el recorte.

Y en ese momento, el coleccionista vio una transformación inverosímil y hermosa: la chica que unos minutos antes lo había chantajeado se deshacía ahora en múltiples mariposas de papel que se volvían un torbellino. Sin perder un segundo, fue por la red y atrapó a varias con mucho cuidado. Entró al vivarium y las depositó en alguna flor junto con la limonera.

—Ustedes dos vivirán en este encino de acá —dijo, mientras las veía volar—. Gracias, Dios mío.

Una verde y amarillo fluorescente, la otra blanca con literatura en las alas. La novela estaba terminada. 

jueves, 4 de marzo de 2021

El destino.

 Un total descaro: era escritor y no cargaba nunca con una pluma. Traía su libreta, pero siempre pedía plumas o lápices a los colegas. Siempre se metía en problemas cuando debía firmar algo. Se había comprado una, pero la perdió el primer día: la había olvidado en una banca.

Un día, con los caprichos y revueltas que al destino le gusta tener, se encontró con otra escritora que tenía siempre una pluma, pero nunca cargaba libretas. Una cosa llevó a la otra y pronto se casaron.

Aquel complemento de pareja funcionó bastante bien. Cuando él requería plumas ella estaba allí para defenderlo. Él suministró el papel necesario para que ambos escribieran grandes obras. En algún momento el plagio accidental ocurrió. Algún personaje, cierta frase... Luego se odiaron y se separaron. Allí llegaron las memorias dolorosas: "él siempre tenía papel para mí", "a ella nunca le faltaba una pluma".

Ambos presentaron sus novelas el mismo día. Una se llamaba La vida sin pluma y la otra ¿Y dónde está la hoja?. Como las presentaciones eran a la misma hora, pero no en el mismo lugar, se las habían ingeniado para seguir la presentación desde un dispositivo móvil.

Algún asistente curioso que había deambulado entre las dos presentaciones y que conocía la historia de los autores, interrumpió en algún momento para insistirles en que se integrara todo en una sola presentación. Nadie le hizo caso.

Transcurrió una semana. Algún lector avezado se dio cuenta de que ambos libros contenían frases plagiadas del otro. Luego aquel número de sospechas incrementó. La crítica se mostró dura, pero las ventas se dispararon. Los lectores querían encontrar todo eso que andaba en revuelo.

La pareja decidió unirse de nuevo para escribir un tercer libro llamado: No bastan papel y pluma. Allí se contaba la historia completa del romance, de las tonterías, de las anécdotas. Se contaba en qué punto crucial se había cometido el primer plagio. Al principio un capítulo era contado por él y el siguiente por ella. Luego en un mismo capítulo el inicio lo hacía ella y la segunda parte él. Luego se volvió más enredado el asunto, porque en capítulos casi finales aquella contienda iba párrafo por párrafo. En la última página había garabatos hechos a mano que se encimaban, como si cada autor quisiera tener a disposición la mayor parte del espacio.

Sobra decir que aquella tercera novela se agotó en el primer mes. Luego compitieron para ver quién publicaba el siguiente libro antes que el otro. Escribían en cuartos separados bajo llave para que no hubiera ninguna duda de plagios. A veces ella iba rápido y tocaba su puerta para pedir papel. Y él por plumas. Todo a mano.

A algún lector que quiso hacerse el gracioso se le ocurrió regalar a los autores una computadora nueva. No dos. Una. Y antes que se escribiera algo allí, entre riñas por ver quién usaría primero el teclado, hubo un apagón que dañó los circuitos.

Con el destino no se juega así.

miércoles, 3 de marzo de 2021

Omnisciencia.

El narrador lo sabía todo. Todo. Conocía a la perfección las virtudes y vicios de cada personaje, sus gustos, necesidades y fantasías más profundas. Sabía con antelación por qué, cuándo y cómo lloraban. Sabía con exactitud cuándo se enamoraba uno de otro. Pronto ellos se sintieron como marionetas, vigilados todo el tiempo, no tenían libertad verdadera. Así que planearon asestar un golpe de vacío en la cabeza del autor, para aturdirlo y borrarle algunas memorias.

Aquello ocurrió en el capítulo 9. Un antagonista distrajo la secuencia, planteó un obstáculo y uno de los personajes más experimentados utilizó al antagonista para crear el escape. Una vez que se llevó a cabo el plan, afuera de la novela sólo se podía ver al autor sentado, rascándose la cabeza, como si le hubiera dado amnesia. Intentó continuar, pero ya no supo cómo continuar la historia. Los personajes se habían ido quizá con algún autor más condescendiente y respetuoso. Uno que se dejara sorprender por las actitudes y comportamientos de esos personajes que le habían llegado por casualidad a una novela un tanto distinta.