Estabas vivo. Abriste los ojos y te viste rodeado de cuerpos femeninos desnudos en una alberca con agua clara y tibia. Todos miraban hacia el horizonte en la puesta de sol, como si aquel ritual fuera una innegable verdad. Unas permanecían acostadas en las sillas de la alberca. Otras estaban con el agua hasta la cintura. Todas te ignoraban. En algún momento tuviste la percepción de que eran maniquíes perfectamente bien diseñadas. Las cabelleras largas de varias tonalidades daban al conjunto un aspecto otoñal.
Intentaste hablar con alguna de ellas, pero tu voz era ignorada. Tocaste el hombro de alguna sólo para darte cuenta de que estaba hirviendo. Luego hiciste otra prueba, colocando tu palma abierta sobre el vientre ardiente de otra mujer y te quemaste la mano. Estabas en una ambigüedad notoria: era el paraíso de la belleza y el infierno del tacto. Miraste alrededor: la alberca tenía un acceso en la parte norte. Fuera de ella se extendía el barandal con las silletas de playa. Hacia el sur estaba la fachada principal de un hotel con un reloj grande. Daban las seis de la tarde con una sonora campanada. En ese momento te sobresaltaste porque todas las mujeres elevaron la voz al unísono con un mensaje claro:
"A las nueve hierve el agua. Tienes tres horas para salir de la piscina. A las nueve hierve el agua". Luego lo repitieron, como si estuviera ensayado. Entonces te angustiaste. El camino hacia la escalerilla de salida estaba obstaculizada por decenas de cuerpos torneados. Experimentaste terror y morbo. Las esculturas vivas no se movían ni un palmo. Terco que eres. Volviste a poner tu mano izquierda en un seno para ver cómo se sentía y te quemaste como si la hubieras colocado en un sartén caliente. Sabías que no estaban jugando, que ibas a hervir con todas ellas si te quedabas allí.
Comenzaste a buscar espacios para moverte entre ellas, sin rozarlas siquiera. Llegabas luego a un espacio sin salida, porque dos o tres te bloqueaban. Era un laberinto de mujeres desnudas quemantes. El agua neutralizaba un poco aquel calor, como si todas ellas formaran un reactor nuclear que estallaría pronto. Y no querrías estar allí. No ibas a estarlo.
Miraste el reloj: las seis con cuarenta. Tuviste la sensación de que el agua se ponía más incómoda. Quizá a las siete y media y ocho sería realmente insoportable. Seguiste buscando salidas. Ningún "con permiso", "por favor muévase" o "déjeme pasar" era efectivo. Tenía que apañártelas tú solo.
Las siete. Todas repitieron aquella advertencia. "A las nueve hierve el agua". Notaste, al principio con dificultad, que del fondo comenzaba a elevarse pequeñas burbujas. En tu desesperación pisaste el pie de una bajo el agua y sentiste la punzada de un erizo que se te clavó. Luego diste un codazo a otra y también se puso rojo. Ahora ya no querías ver a ninguna. No te importó la cantidad de perfectos senos o nalgas expuestas y libres para que las tocaras sin que nadie te dijera nada. Eran las ninfas del infierno.
A las siete y media descubriste que una tenía las piernas abiertas. Esa era una salida diferente, por allí tenías que pasar. Metiste la cabeza dentro del agua para ver si podías abrir los ojos, pero aquello te produjo un fortísimo ardor. Les arrojaste agua para inmutarlas, pero ninguna se quejó ni se movió. Calculaste el movimiento, contuviste la respiración y te sumergiste con los ojos apretados. Nadaste por abajo, entre las piernas, casi sentiste que las cerraba para quemarte las costillas. Manoteaste un poco y saliste del otro lado, a su espalda. Luego buscaste más espacios para escabullirte.
Las ocho. "A las nueve hierve el agua". Allí comenzaste a enrojecerte. Estabas dividido, confundido. De la cintura para arriba sentías el frío del aire que soplaba. Lo sumergido: tus piernas te dolían, te estabas cocinando como un pollo en una cacerola. Sentiste escalofríos. Miraste el reloj. Pediste ayuda. Tuviste que pasar apretado entre dos mujeres que estaban de frente, como estatuas vigilantes. Ya no podías más, aquello era insoportable. No llegaste a la escalerilla. Preferiste acortar por un borde de la alberca. Sacrificaste tus manos para subirte en los brazos de alguna y trepar por la espalda de otra. Te quemaste para salir.
En la orilla resultaba un alivio el frío del viento sobre tus pies enrojecidos. Te miraste las manos. El reloj dio las nueve. En aquel momento viste las burbujas de la ebullición, pero las mujeres no soltaban ningún quejido. Eran androides de una horrible prueba, pero ya estabas a salvo. O eso creíste. A las nueve con un minuto las que estaban en las sillas comenzaron a levantarse para meterse al hervor. Tuviste que quitarte del camino para que no te empujaran. Esquivaste. Intentaste ponerte de pie y aguantaste el ardor en pies y manos. Ellas querían devolverte al agua, pero no las dejaste. Tomaste un camastro y lo usaste como escudo, replegándote a la pared. A las nueve y diez ya estaban todas adentro. Temblabas.
Todas las muñecas de la alberca te miraron indefenso, con las manos en la cara y mirando con un ojo por entre los dedos.
Finalmente despertaste de la pesadilla. A tu lado estaba tu esposa. La viste de espaldas con su hermoso trasero expuesto. Hiciste la prueba y la tocaste ligeramente para darte cuenta de que ella no podía quemarte.
Las nueve y quince de la mañana. Tu esposa se voltea para repetir la misma frase terrible: "A las nueve hierve el agua". Te horrorizas, caes de la cama. Corres hacia la cocina y descubres que tu moderna estufa ya ha hervido el agua que dejó tu esposa la noche anterior para el café matutino.
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