Existe una leyenda que asegura lo siguiente: el tiempo de perdón de una mujer es tan efímero como lo que tarda una de sus lágrimas en alcanzar su boca. Si en este breve lapso, en algún romance profundo, se intenta corregir el daño causado, se estará en el paraíso del perdón absoluto, siempre y cuando el daño no sea irreparable. El problema es que casi siempre todos tardan mucho más que el trayecto de la lágrima rodante. Y es así como los cristales líquidos que brotaron de los ojos entran por las fauces que conducen a las entrañas que arden. Arde y sigue ardiendo. Aquello es una fragua que no para, y con cada problema nuevo se va forjando la espada del resentimiento.
Basta tan sólo beber uno de esos cristales líquidos para experimentar la amargura de lo incomprensible.
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