En el hotel, muy temprano, el "botones" entró para examinar la habitación pero se disculpó porque vio ropa aún en la cama. Era un vestido negro, corto.
De la ducha salía Carolina en una toalla y quedó estática cuando vio a aquel desconocido allí dentro. Ninguno de los dos hizo ningún movimiento. Él quería salirse a toda prisa, para no incomodar, pero ella no se lo había pedido. Ella quería, deseosa, hacer una locura y pedirle que no se fuera para tener un último encuentro íntimo antes de volver a la ciudad.
Nadie tuvo que decir nada. Él tomó la iniciativa, cerró la puerta, se acercó hasta la ducha y despojó a Carolina de su toalla. Deslizó suavemente su nariz por toda la piel húmeda e hizo de cada rincón una degustación fina. Tomó el vestido de la cama y lo deslizó suavemente sobre el cuerpo femenino, tan pausadamente que acariciaba la escultura debajo de la tela. Ella parecía complacida: no habló, no se quejó, sólo se dejó llevar. Modeló aquel vestido por toda la habitación y él aprovechó para hincarse y meterse abajo, entre sus piernas, justo donde comienza el río erótico.
Carolina se rindió completamente ante su intruso. Era joven y olía bien. Ambos disfrutaron aquellos quince minutos donde el tiempo se extendió. Tan pronto terminó, el "botones" se vistió y salió al pasillo para indicarle a la mucama que podía pasar a limpiar el cuarto.
Carolina había olvidado su vestido negro sobre la cama, extendido. Allí estaba el cansancio, metido en la prenda, porque toda la noche lo había usado para bailar y beber. El vestido corto había recibido accidentalmente el derrame de un trago de vodka, cerca de donde queda la entrepierna. Por la mañana Carolina había salido con prisa para tomar su vuelo de vuelta. El vestido era la única evidencia de aquella noche romántica, llena de música y licor.
Afuera, mientras se subía el cierre y fumaba un cigarrillo, Daniel, apenas dos días empleado como botones, había imaginado la mejor escena para la masturbada de su vida; con un vestido negro que pertenecía a una Carolina.
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