Tren Literario

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No hay peor libro que el no se escribe, al negarle la oportunidad de existir. -Kuvenn

lunes, 29 de marzo de 2021

Manto Luzdeluna

 En la taberna se hablaba sobre los hallazgos extraños, y aunque nadie había visto nunca una sirena, todos creían en su existencia. Algún marinero ebrio extraía entonces el dibujo de una y si estaba bien hecho, con detalles, tenía mayor verosimilitud. Había otros que decían que si se hacía con mucho detalle era una mentira, porque nadie tenía tanto tiempo como para dibujar tan rápido; las sirenas no posaban para nadie, podían asomarse, permanecer unos segundos sobre la superficie y si la luna estaba llena, entonces podía mirársele. El dibujo más feo y rápido era entonces el verdadero, porque entre la oscuridad, la marea, el movimiento del barco, el estado de ebriedad y la luna, era muy complicado hacer garabatos. Lástima que aún no existieran las fotografías, aunque Amelia Huesosfirmes ya había soñado con ese invento.

Ella tenía su propio barco. Le gustaba el ron, pero medido. Siempre discutía con los demás que el hecho de estar casi perdido en alcohol imposibilitaba a la memoria para registrar los eventos verdaderos. Cualquier hombre borracho podía confundir una roca con una ballena. Era necesario el catalejo y otro equipo de hombres que confirmara el hallazgo. A veces se decían tantas cosas que en el aire flotaba un misticismo surreal: entraba la neblina, imperaba el frío, se contaban historias de hombres perdidos y ahogados por las sirenas terribles. Ellas tenían un cuerpo hermoso, una cola aperlada y unos senos envidiables, pero un rostro de espanto. Nunca faltaba un valiente que nunca había ido a los viajes pero que decía que no le importaría espantarse con tal de apretujar un par de tetas del mar. Y todos brindaban como estúpidos por eso. Excepto Amelia.

Al principio no la aceptaban del todo. Usaba sombrero de ala, plegado. Pantalones cómodos y botas. Su barco no era el más grande, pero sí el más limpio. Prefería estar sola a tener una tripulación idiotizada que en altamar intentara manosearla. Y no porque les tuviera miedo, sino porque interfería con el verdadero propósito de la navegación: encontrar criaturas. Ya en alguna ocasión se habían burlado de ella por querer unirse a las expediciones. Le decían cosas como: "cuando encuentres las conchitas no olvides traerme una", o "haz buena pesca y nos compartes". Amelia no necesitaba alardear ni corregir aquellos insultos. Tomaba su vaso, deleitaba el trago lentamente y escupía un poco cerca de ellos.

En cierta ocasión un tal Pedro Botaspesadas le insistió con aquello de las conchas. Después de cada viaje la esperaba afuera de la taberna con un trago en la mano. Cuando la veía acercarse le salía con la misma cantaleta: "¿y mi concha?". "Espera y verás, aún no encuentro la indicada", le contestaba ella con una sonrisa sarcástica. Cuando Pedro se inclinaba para intentar besarla ella se hacía para atrás, se daba la vuelta y lo empujaba lo suficiente para desbalancearlo y hacerlo tirar el trago. "Ni en tus sueños", le decía molesta. En alguna noche de luna llena ella desembarcaba y se echaba al hombro un saco. Pedro desde el muelle le había gritado que por fin traía las conchas, que era evidente.

—¡Aquí está lo prometido, Botaspesadas! —decía ella con orgullo, al tiempo que le extendía un erizo con las púas boca abajo, haciendo presión para enterrárselas en la palma. Luego escurría la sangre, escandalosa.

Pedro sabía que aquella herida le duraría al menos una semana. Las púas tenían contraarpón y retirarlas requería paciencia, licor y mucho tiempo. Botaspesadas no intentó acercarse a Amelia durante al menos un mes. Luego la luna regresaba a fase llena y ahí estaba Pedro otra vez, intentando averiguar por qué estaba tan renuente.

—¿Qué nunca te cansas de estar y navegar sola? ¿No quieres un grumete que te limpie la cubierta?

—¡Como que te hace falta otro regalo del mar! —le gritaba ella desde popa, ya cuando el barco zarpaba— ¡Quizá un calamar que te limpie lo baboso de la jeta!

Iba entonces hacia altamar, con la brújula, el catalejo y una carta náutica donde había marcado, según las fases de la luna, la aparición de un pez distinto. Uno que acostumbraba ir a la superficie durante algunas horas de la madrugada, para emitir un canto al astro nocturno.

La primera vez que Amelia vio a aquel pez pensó que se trataba de una ballena parda. Registró aquella noche en su bitácora, a plena luz de luna llena. Cuando miró hacia el fondo para cerciorarse, algo luminoso pasaba por debajo de la embarcación, hacia popa. Amelia optó por la explicación más lógica: el reflejo de la luna. Los tumbos del bote y sonidos extraños descartaron esa solución. Pasó hasta buscando aquella criatura hasta el amanecer, sin éxito. Amelia regresó a la orilla para sujetar el barco y dormir.

Esa noche en el bar los marineros presumieron sus encuentros y los bonos de la pesca nocturna. Habían arponeado a un pez espada de gran tamaño, por ejemplo. El ron escurría grotescamente por las barbas de los más ebrios. Así funcionaba el asunto: al principio de la velada debían contarse los hechos más realistas: encallamientos, riñas en el propio barco, luces de la distancia. Ya cuando el licor encontraba un punto crítico en las cabezas de todos, las historias de criaturas se desenrollaban sin pena: que si una sombra enorme, que si los ecos perdidos de las sirenas, que algún fantasma de fuego de San Telmo. Todos decían alguna estupidez. Luego miraban la mesa donde se sentaba sola Amelia.

—¿Y tú, púas venenosas? —gritó Pedro hacia Amelia— ¿No nos tienes alguna revelación? ¿Quizá algún sireno que intentó conquistarte?

Al momento se desternillaban en carcajadas todos los presentes. Luego era cuestión de confianza para que otros siguieran el juego. Le achacaban el hallazgo de la concha más grande, o que podía dedicarse a rellenar botellas de arena de otras islas y venderlas como si fuera arena mágica. Alguno más tóxico que otros se propasaba.

—Oye, muchacha, ¿y no has intentando orinar desde la cubierta? ¿Tienes miedo de que alguien te vea ese hermoso y escondido tras...

En ese momento el viejo era interrumpido por una botella quebrada en la cabeza. No había sido Amelia. Pedro la había defendido. El silencio en la taberna era evidente.

—Fuiste demasiado lejos, imbécil —decía Pedro Botaspesadas mientras ponía la suela de la bota en el cuerpo inerte del viejo y lo expulsaba fuera de su silla. Luego daba un sorbo a su trago—. Bueno, ¿y quién tiene otra historia? —reanudaba.

Todos reanudaban las conversaciones como si nada, mientras Amelia levantaba ligeramente su trago hacia Pedro, quien le respondía de igual forma. Un brindis lejano y respetuoso. Nadie se acercaba a la mesa de la chica.

Ella no navegaba todas las noches. Esperaba ese momento del mes en el que la luna estuviera más luminosa que nunca. En el día echaba sus redes para pescar jurel, y no eran pocos los clientes que tenía. Fuera del ambiente nocturno Pedro no se le había acercado, pero un día hizo una excepción.

—¿Y cuánto por un par de piezas de jurel? —preguntó cauteloso y sobrio.

—Cuatro piezas de oro. ¿Cuántos quieres? —contestó ella, como si no lo conociera.

—Oye, pero ¿no tienen erizos adentro verdad?

—Sólo si intentas pasarte de listo.

—Vamos, no. El ron me vuelve un idiota.

—Pues no tan idiota... por cierto, gracias por aquella vez —admitió.

Y allí descubrió Amelia que la sobriedad de Pedro se contraponía con su embriaguez. Tanto que parecían dos Pedros distintos. A este bien podía ponérsele Botasligeras. Esas charlas se afianzaron lo suficiente como para recibir la ayuda de Pedro para hacer entregas de pescado. La confianza creció. En la noche que Amelia había elegido para ir a ver al pez luminoso Pedro se presentó en el muelle, con una botella cerrada.

—¿Me admites como tripulante? Quiero ver qué tanto buscas. Podría ayudarte. Mira, para el viaje.

Amelia reflexionó durante varios segundos, mientras desamarraba las cuerdas. Tomó la botella y le hizo una advertencia.

—Mira Pedro, a la primera idiotez que se te ocurra eres hombre al agua y espero que sepas nadar.

—No serías capaz.

—Tú sabes que sí. ¿En serio echarías por la borda la primera y tal vez única oportunidad de subir a mi bote?

Ante aquellos argumentos Pedro levantó la mano para hacer un juramento y le prometió a Amelia no lastimarla y ni decirle nada inapropiado. Hecho el pacto, zarparon y se alejaron de la costa. Cuando ya no se veía cercanía de luces Pedro pidió la botella para pasar mejor el rato.

—La encerré en mi baúl. Quiero al Botasligeras aquí, y no al otro.

—No, no. ¿Cómo me haces esto Amelia? ¿Qué tal si sirves sólo un trago?

—¿Qué tal si vas viendo la temperatura del agua? —contestó ella, dispuesta a empujarlo.

Pedro se contuvo. Cualquier error podía costarle todo: la amistad de Amelia, la confianza y cualquier posibilidad futura de enamorarla. Resignado se recargó en la barandilla.

—¿Y se puede saber qué estamos buscando, a parte de navegar en círculos?

No había terminado bien de formular aquella pregunta, el Manto Luzdeluna se acercó nadando como un velo que acarrea la marea por sí sola. Rodeó al barco numerosas veces. Después de la estupefacción, Pedro corrió hacia cabina intentando buscar arpones.

—¡Huesosfirmes! —gritó desde el interior— ¿Dónde tienes tu material de guerra?

Amelia no contestó. Se quedó admirando al pez, cuyas aletas eran cortinas de luz ondeantes. A ella se le ponía la carne de gallina, como si aquella criatura sobrenatural produjera efectos intencionales. Por momentos daba la apariencia de ser una mujer con un enorme vestido luminoso que había caído al mar y se había ahogado. A veces parecía una medusa. El Manto Luzdeluna asomaba la cabeza diminuta y mostraba sus ojos negros y perdidos, donde se reflejaba el cielo estrellado con todo y luna.

Pedro volvía de cabina, enardecido por el hallazgo. Quería demostrarles a los otros lo que estaba viendo. Amelia lo sometió por la espalda, le enredó el brazo cerca del cuello y le puso un cuchillo en la garganta. Pedro tragó saliva.

—Cierra la boca y observa —dijo.

Al marinero le vino una náusea, pero después una lividez casi natural. Siguió al Manto Luzdeluna con la mirada y no se percató de la lentitud con la que Amelia le había retirado el cuchillo. Quedó hipnotizado. El pez giraba en círculos cada vez más cerrados, y cuando lo hacía, simulaba una luna sumergida en la profundidad. Botasligeras vio aquél espectáculo como si fuera un enorme cofre de monedas de oro. Así, en total sobriedad, se inclinó hacia adelante y cayó por la borda. Amelia intentó aferrarse de su ropa, pero ya era tarde. Al impactar Pedro contra el agua Manto Luzdeluna se disolvía: apagaba de inmediato toda su luz, como si estuviera listo para devorar a la presa y llevárselo a las penumbras.

Amelia arrojó una cuerda que tenía amarrada a una tabla, lista y prevenida para situaciones como esta. Vio al aturdido Pedro manoteando y nadando hacia la tabla. Ya cerca del bote encontró la otra escalera de cuerda que Amelia había desenrollado también. Al llegar a cubierta le dio espacio a Pedro para reorientarse.

—Y eso que estabas en tu juicio —dijo ella.

—¿Me habías estado buscando? —dijo Pedro, aún tosiendo

Aquella pregunta provocó que la piel de Amelia se erizara nuevamente. No era Pedro quien hablaba. Era Manto Luzdeluna, que se había apropiado del cuerpo del marinero para besar a la navegante. En los ojos del muchacho se veía el cielo estrellado.

—Vamos, que no hay mucho tiempo. Cuando la luna esté por ocultarse debo volver al mar.

Amelia miró a Pedro con desconfianza. ¿No sería una treta para enamorarla? ¿Estaba diciendo la verdad, mientras que el alma de Pedro se encontraba temporalmente en el pez apagado, allá abajo? Tomó del brazo a Pedro y lo llevó hasta cabina. Allí abrió el baúl donde había guardado la botella. Luego la abrió y tomó un trago. La ofreció a Pedro, quien la rechazó. En vez de eso, él la envolvió con tanta delicadeza como si sus brazos fueran los velos luminosos. La cargó y la llevó hasta la cama, donde la amó hasta el cansancio. Ambos habían quedado dormidos, con la marea arrullando el encuentro.

De un momento a otro Pedro se levantó alarmado. Corrió hacia cubierta y miró al cielo. El último filo de la luna asomaba por entre las montañas. Sin pensarlo volvía a arrojarse hacia el mar. Allí mismo, cerca del bote, el pez volvía a encenderse. Después empujó al marinero con gentileza hacia la escalera. Volvió al barco, con trabajos, apenas con la fuerza necesaria para tumbarse en cubierta y quedar dormido. Cuando despertó, el barco ya estaba en el muelle. Pedro le contó entonces el sueño que había tenido, donde dijo haberla amado en plena luna llena.

—No sé de lo que estás hablando, Pedro. Y ahora vete, que casi amanece y tengo sueño.

—Pero... la noche, y tú... ¿había un pez?

Amelia se encerró en la cabina y desde adentro observó cómo se alejaba. Estaba molesta, porque aquello podía ser el engaño más grande de la historia. Pero no, no tenía sentido. Si ya había estado con ella, ¿qué objetivo tenía volverse a arrojar al mar?

Esa noche, en la taberna, los marineros pidieron a gritos la historia extraña del único hombre que Amelia había permitido en su bote. "¿Qué pasó? ¿La enamoraste? ¿Cómo lo lograste, viejo lobo de mar? ¡Cuéntanos carajo!". Pedro se sentó aparte, en la mesa del rincón. Tenía intacto el ron que le habían servido. Estaba ido, perdido. Él estaba seguro de que aquella mujer era la luna vuelta humana. Esperó largamente a Amelia, mientras todos alardeaban de sus estupideces. Cerca de las dos de la madrugada, entró ella. Él la siguió con la mirada, paso por paso, pero ella no se sentó junto a él. Se acercó con un erizo en la mano y se lo puso gentilmente en las suyas.

—Cuídalo hasta la próxima luna llena. Entonces vienes a mi bote y zarpamos, porque debemos depositarlo en mar abierto —dijo ella, con un guiño.

Luego se bebió el vaso de Pedro de un sorbo y se fue.

Botasligeras se quedó allí mismo en la taberna, con una ansiedad terrible. Se acercó al tabernero, y con gesto infantil lo levantó hacia él.

—¡Un erizo! ¡El erizo más importante! —chilló, pletórico de felicidad— ¡Un simple erizo y lo que vale! Benditas sirenas del mar, alabados sean los siete mares de la historia...

No supo manipularlo y se hirió la mano con las púas. Pronto sangró otra vez.

Dos marineros quedaban en una mesa.

—Mira al tonto de Pedro —dijo uno—. Es el hombre más borracho y estúpido. Mira que emocionarse por un simple erizo...


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