Tren Literario

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No hay peor libro que el no se escribe, al negarle la oportunidad de existir. -Kuvenn

viernes, 26 de marzo de 2021

Hacia la superficie, Quarius.

 Después de aquellas terribles sacudidas, el Quarius volvía a nivelarse. Ese particular "beep" del sonar daba a la cabina principal la atmósfera de relajación que Arthur necesitaba. El sudor excesivo de su frente se evaporaba sobre la superficie metálica y caliente. El empuje hidrostático era el necesario y no todas las válvulas estaban dañadas. Cualquier otro tripulante hubiera salido ya a la superficie, pero Arthur se había aferrado a algo. Daba vuelta al timón de inmersión de proa, con tal rapidez que uno podía marearse sólo de verlo.

Entraba de nuevo uno de los ayudantes, desesperado. Solicitaba al capitán de turno que por favor considerara emerger, que los sonares habían estado fallando y que no valía la pena quedarse estacionado allí porque los tanques podían resentir aquellas proezas en terrenos complicados. Era verdad, había allí abajo una gran zona de cuevas y rocas para las que el Quarius no estaba del todo preparado. Pero venía el ego, siempre el ego. Arthur no se iría de allí hasta torpedear al animal que los había golpeado. Aquella misión se había salido de las directivas.

Venía otro golpe. Arthur se asió de algunas válvulas para no caer. Las alarmas se activaron de nuevo y el sonar mostraba al objeto que se movía en las profundidades. No era torpedo, ni mina. Las guerras habían llegado a su fin, pero Arthur tenía el motivo de venganza personal de lo que fuere que lo estaba acechando. Él tenía la firme convicción de que por allí merodeaba aquel legendario calamar que otros aseguraban haber detectado. El ayudante entraba, tembloroso, parloteando que las ballenas estaban intranquilas, que era mejor moverse de allí, que no valía la pena arriesgar la vida de esa forma tan insignificante.

—¡Capitán, se van a dañar los propulsores! Es una ballena. Sólo una ballena ciega que nos ha embestido.

—¿Cuántos torpedos nos quedan? —preguntaba Arthur, ignorando las advertencias y usando el timón para volver a enderezar el Quarius.

—Dos —contestó el ayudante, con los labios casi sellados.

Quiso mentirle a su capitán, decirle que ninguno, que no quedaba ninguna estratagema. Aquello de vengarse por un empujón era un suicidio. El ayudante trató de persuadirlo.

—Capitán, hágalo por el Quarius. Volvamos a la superficie. Ya después podremos volver tras los ajustes necesarios a buscar lo que usted quiere.

—Negativo. La criatura creerá que ha ganado y no nos podemos dar ese lujo. ¡Monitoree la presión de los tanques!

Todo era un capricho de Arthur. Estaba seguro de que si daba en el blanco vería después sobre la superficie del mar montones de tentáculos y vísceras. Aseguraba que aquello no era una ballena.

Se vino otro golpe más fuerte. Esta vez se había roto una de las válvulas y en la región C había empezado a desajustarse la presión. Aquella era una última oportunidad para que el Quarius saliera a flote. El resto de la tripulación entró a la cabina para quitar al capitán de allí. Había enloquecido. Otros dos ayudantes entraron y tres hombres corpulentos que atendían los monitores del sonar. Uno de ellos tomó una barra y amenazó al capitán.

Entero e inmutable, Arthur extrajo de su chaleco una goma de mascar. La introdujo lentamente a su boca.

—Vamos a emerger, prepárense para liberar el agua de los tanques de lastre —dijo, mascando profesionalmente aquella goma.

El equipo bajó la guardia. Todos regresaron, esperanzados, a sus posiciones. Entonces Arthur lanzó otra sentencia. Los "beeps" del sonar se sincronizaban de nuevo. Afuera, el calamar gigante envolvía al Quarius como si fuera una golosina.

—Torpedo C2, ¡fuego! —gritó el capitán.

—¡Nos tiene! ¡Nos tiene! —vociferaron dos hombres de los monitores.

El torpedo fue lanzado, pero no tocó al calamar, sino que se dirigió hacia una columna de piedra que provocó el desmoronamiento de una gran cantidad de rocas. Todo el interior del Quarius tembló estrepitosamente. La popa quedó atascada. Arthur estaba seguro de que el calamar lo tenía sujeto, como trofeo.

Los hombres se miraron entre sí, estupefactos. El sonar no mentía. Tampoco los monitores: el Quarius no volvería a salir a la superficie. El intermitente foco rojo que acompañaba a la alarma era el último sonido que los tripulantes oirían, antes de ser aplastados por la presión del agua.

Arthur empezó a reírse por algún extraño efecto de oxigenación. Los demás se contagiaron de la carcajada. Tres de siete válvulas se atascaron. El Quarius se desnivelaba. Imposible usar el último torpedo, porque estallaría muy cerca. El calamar no quería allí al armatoste. Utilizando la fuerza de todos sus tentáculos, lo desatascó y arrastró una gran distancia hacia la superficie.

En cabina la esperanza volvió a la tripulación. Todos los hombres recuperaron la cordura. El capitán Arthur atribuía aquel comportamiento del Quarius a una inverosimilitud evidente. En los monitores se observaba un arrastre imposible: aquella criatura tenía que ser cuatro o cinco veces más grande que el submarino. En algún punto Arthur y los hombres ajustaron todo para seguir hacia la superficie. El barómetro tampoco decía mentiras: estaban acercándose hacia la salvación. Cuando emergieron, los tripulantes felicitaron al capitán. 

En algún punto el calamar se separó del Quarius y volvió a las ruinas de la profundidad. Allí, entre luminiscencias corporales, utilizó la fuerza para remover las rocas del derrumbe. Después del trabajo duro se reveló la cueva donde estaban resguardadas sus crías. Tras rescatarlas partía satisfecho hacia otra zona.

Entre el bullicio, Arthur no celebraba. La alarma se encendió. Los tripulantes atribuían aquello a las fallas propias de una inmersión demasiado larga. Había que hacer ajustes. El capitán asomó al periscopio para ver el horizonte del mar. Abrió una de las escotillas sólo para darse cuenta de que el Quarius había sido embadurnado por una sustancia extraña que reaccionaba con el sol.

Al capitán no le dio tiempo de gritar nada. Ni dar órdenes de ir por los chalecos o balsas inflables de emergencia. Aún seguía mascando aquella golosina, estoico. Cuando el sol calentó la sustancia que había dejado impresa el calamar por toda la parte exterior, el veneno se trasminó por todo el metal. Toda la tripulación se debilitó en menos de un minuto, sofocada y afectada por una radiación desconocida.

Adiós, Quarius.

Abajo en el fondo yacían al menos ocho o nueve submarinos vencidos por el legendario calamar gigante y su abrazo del letargo eterno. Atrás de él, los cuatro descendientes buscaban otro hogar disponible.

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