Un letrero decía: "Se renta aparador para vivir a un precio realmente económico". Y en letras pequeñas: "Única condición: haga su vida mientras otros la ven".
Ante Bárbara se ejecutaba un espectáculo real de la vida de una familia verdadera, con problemas reales y demás cotidianidades. Sólo que parecían mimos: no se escuchaba nada. Bárbara pegó su oreja al cristal para intentar escuchar lo que veía y al contacto apareció sobre el vidrio un sitio web donde se transmitía el audio. Afortunadamente traía un par de audífonos: los conectó a su móvil e ingresó en el sitio. Pronto pudo escuchar la regañina que el padre le hacía al hijo mayor, de unos trece o catorce años, algo apuesto pero desaliñado.
—¡Porque no nos alcanza! —gritó el hombre.
—Pero papá... ¿no te molesta que nos observen todo el tiempo?
—No, hacia afuera no se ve. No te distraigas. Come y sube a la recámara para hacer la tarea.
Bárbara dedujo, por lo que escuchó, que la familia se había mudado al local apenas un día antes. No era su negocio. Echó un vistazo a su reloj y consideró un tiempo amplio para mirar aquella vida. Vio cómo terminaba de comer la madre resignada mientras la hija menor de tres años comenzaba con el llanto. Vio subir al adolescente hacia el aparador del segundo piso, donde intentaba concentrarse con algunos apuntes. Vio al padre sentado en un sillón verde, primero leyendo un periódico, luego dormido. Vio a la bebé en brazos de la madre.
Aquella escena se tornó aburrida pronto. Bárbara incluso pensó que estaba viendo un programa de televisión. Estuvo a punto de irse, hasta que escuchó una pregunta interesante:
—¿Cuándo hay que pagar la renta? —preguntó la madre, somnolienta.
—El primero de cada mes —contestó el padre.
—¿Y sí te respetaron el precio?
—Ajá. Quinientos al mes.
Bárbara pensó que aquella renta era realmente buena. Quizá no podía ser tan malo ser observada. Según lo que había encontrado en el sitio web las reglas eran adecuadas: no te veían cuando ibas al baño, o cuando te duchabas. Todo lo demás sí: dormir, comer, estudiar, llorar, hacer ejercicio y cualquier actividad donde no se perdiera la dignidad. Pronto se dio cuenta que a su lado se detenía la gente y se ponía audífonos para ver a aquella familia. Un chico apuesto se paró al lado de ella e incluso le hizo conversación:
—¿Es la nueva moda, no? Y yo que creí que Facebook ya era una forma de espionaje.
—Sí... yo no... —balbuceó Bárbara— bueno, ¿y no quieres oírlos?
—¡Ja! Si todos los días después de la uni me tomo treinta minutos aquí para analizarlos. Soy estudiante de psicología y pues verás... hice mi tesis sobre esto. Ya sólo son detalles.
—¿Y has visto si hay conflictos familiares todos los días?
—Sí que los hay. Pero creo se acostumbran. A veces parecen mirarme a través del vidrio, pero no. Está hecho como los interrogatorios de policías. Ellos no te ven. ¿Y tú, cómo te llamas?
Un sonrojo: el chico le gustaba. Bárbara no había tenido novio antes. Echó un vistazo a su reloj y tímidamente se alejó un poco.
—Soy Bárbara... y... —balbuceó y echó a correr hacia el interior del local, apenadísima.
Extrajo una llave y abrió una puerta. Pronto apareció adentro, donde el espectáculo continuaba. Sus tíos la recibieron y le dieron la bienvenida. Era el día en el que se mudaba, porque su madre partía de viaje y encargaría los cuidados a la tía.
Bárbara miró a través del vidrio oscurecido, hacia donde creía que estaba el chico que aún acababa de conocer y sacudió un poco la mano. Se sentía famosa y después horrorizada. Aquello parecía una casa normal, sólo que con chismosos afuera. Así transcurrió el mes.
Cada día después de la escuela Bárbara veía a su novio, le propinaba un beso y se metía al aparador. Aquel chico se enamoró de la Bárbara del local transparente: la que ayudaba en la cocina, la que saludaba como boba a través del vidrio, la que dormía boca abajo. A final de mes descubrió que su tío tenía sólo eso: un mes de contrato. Y Bárbara fue libre, porque se mudó a una casa más pequeña. Ya no había que estar en el aparador, ya había tiempo para ver al novio.
La tragedia: el chico tesista estaba enamorado de la Bárbara de vitrina, la que aparecía en la "tele" gigante. Aquel noviazgo se quebrantó como un jarrón de cerámica azotado contra la piedra: una ruptura y luego silencio. Una triste razón: la publicidad tenía sus efectos, tan desagradables y absurdos...
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