Durante algunos momentos ella pausó el ritmo. Él estaba en plena sincronización. Se habían unido como piezas de rompecabezas que eventualmente jugaban a armarse y desarmarse. En esta ocasión pretendían reconocer que era posible intercambiar de conciencia, aunque fuera por milisegundos. Entonces oyeron el tic tac del reloj de pared y comenzaron a seguirlo. Ella estaba atenta al sonido y su cuerpo lo imitaba. Él sintió entonces que ella era, por instantes, de composición mecánica: estaba seguro de que tenía encima a una amante con engranes y resortes por dentro, y que todo funcionaba como si estuviera aceitado desde un día antes.
El objetivo era sincronizar el tic tac y el estallido de las convulsiones corporales de tal forma que sin pronunciar nada los cuerpos supieran lo que estaban haciendo de forma automática. Gradualmente se elevó aquel éxtasis. Cerca de la cumbre ambos quedaron fijamente anclados por los ojos. Y sucedió: él se había convertido en ella y viceversa. Luego retornaron los espíritus y volvieron a intercambiar. Así un par, una tercia y una decena de veces, tan rápido que parecía que no se movían del todo. Los cuerpos repetían el estallido, como si estuviera creándose una galaxia: la conciencia del diminuto viajero.
Y al último cuando los cuerpos quedaron agotados, vencidos en la cama, el reloj quedó en silencio. Tanto ella como él tenían la mente allá arriba, en pleno universo, quizá dentro de alguna nebulosa, donde le daban la bienvenida a la réplica que acababan de crear. Y luego olvidaron su propio idioma: ambos cuerpos eran ocupados por la paz eterna de una promesa que está por llegar.
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