Tren Literario

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No hay peor libro que el no se escribe, al negarle la oportunidad de existir. -Kuvenn

jueves, 25 de marzo de 2021

Mal amor.

 Eréndira no pensó que llegaría el día en el que sus elecciones la llevarían al borde de la muerte. Permanecía temblorosa, escondida en la covacha oscura del bosque, mientras que afuera rondaba la mujer celosa y nerviosa que intentaba dispararle con una escopeta. Justo en ese punto, entre los ruidos de la noche y del resto de los animales cercanos, Eréndira notó cuán fuerte sonaba su respiración agitada. La covacha era un lugar muy obvio para esconderse y quería salir a toda prisa de allí, pero esa oportunidad quedaba anulada, cualquier cosa podía suceder.

Por momentos se imaginaba que Cecilia, la loca, era muy astuta y se escondería entre los matorrales para esperar a que Eréndira saliera de la covacha. Y en otros instantes sentía que Cecilia metía el cañón del arma por entre las rendijas de las tablas de la covacha y que dispararía al azar, esperando atinarle. Cualquier ruido la ponía en guardia; ¡pobre infeliz, asustada como una presa fácil! No quería sentarse ni moverse un centímetro. Tenía en el corazón ese presentimiento de que el tiro llegaría tan pronto se confiase. Allí, cuando una gota tibia de sudor le rodó desde la cabeza hasta un ojo, recordó aquella permisibilidad con Genaro, el granjero.

Una semana antes pensó que no se fijaría en ella, que él no podía ser así. Más porque todos los días, antes de irse a comprar pan y víveres al pueblo, Cecilia le plantaba un beso tronado en los labios. Él la abrazaba sin mucho afán y la veía alejarse por la colina, donde desaparecía en la distancia.

Genaro estaba raro. Abandonaba la recolección de pacas de paja y dejaba a los caballos con hambre. Se bañó cerca del pozo y se vació una loción distinta que incluso hizo estornudar a Eréndira cuando se le acercó. Allí comenzó primero con sonrisas macabras, con juegos y roces. Ella que jamás había experimentado el contacto con ningún hombre sintió el miedo enredársele como serpiente en el cuello. Luego aquella sensación se volvió placentera. Cerró los ojos. Genaro no hablaba mucho pero todo lo decía con las manos. Volteaba hacia el horizonte para comprobar que nadie venía. Y si se aparecía alguien, el tiempo desde que entraba en la colina era suficiente para pretender que nada pasaba.

Eréndira se arrinconó entre la cerca, nerviosa. Genaro se agachó y se le alargó la mano hasta tocarle los ojos, la boca, las orejas tibias. Se las mordió dulcemente y ella gimió como nunca antes. Quiso cargarla para llevarla al interior de la casa, pero Eréndira se opuso, confundida. También vio hacia la colina, esperando que en una absurda coincidencia salvadora apareciera Cecilia para detener todo aquello, porque ella no podía, ya estaba disfrutando demasiado. Genaro hizo maniobras como con la paja y la levantó sobre su hombro. El vigor provenía del deseo.

Adentro la tumbó en la sala, se revolcó con ella. Allí regresó el miedo y Eréndira quería salir. Se incorporó varias veces para echarse a correr y no volver nunca más. No pudo. Genaro la besó. Le metió la lengua. Aquella ya no tenía salida. Ella tenía en sus pensamientos a Cecilia. "Perdóname, perdóname", pensaba. En algún momento inexplicable entre los besos y las caricias, como ilusionista, Genaro ya tenía los pantalones abajo y se disponía a intimar completamente, perdido, enloquecido por aquella juventud extasiante.

Desde la ventana apareció, como figura terrible, el rostro asomado e inmóvil de Cecilia. Su mueca pasó del asombro al horror y luego a la ira. ¿En qué punto había regresado? No se sabe. Algo habrá olvidado. Algo sospecharía. Eréndira gimió de miedo, casi muda como siempre había sido, hacia la ventana. Genaro tardó en reaccionar y escuchó el cerrojo de la puerta. Ningún tiempo fue suficiente para ponerse los pantalones adecuadamente y Eréndira vio la única oportunidad que tenía para salir viva de aquello. Tan pronto vio la puerta abierta y a Cecilia en el umbral, a contraluz como una sombra de venganza, echó a correr en su dirección como nunca en la vida y la tumbó. Después entró hacia el bosque.

Otra gota de sudor en el ojo. Ardía. Todo el cuerpo le temblaba. Escuchó pasos y maldiciones. Luego disparos. Era Cecilia envenenada, que veía a Eréndira en cualquier bulto moviéndose. Allí estalló la adrenalina en su mejor punto: salir corriendo para no morir y en todo caso írsele encima a la dueña de esos celos terribles, pero justificados. Ella no tenía la culpa de nada, Genaro lo había iniciado todo, ella sólo se dejó. ¿Cómo podía explicárselo a Cecilia, si no tenía voz? Todo era parte del plan: jamás podría contarle a nadie que Genaro la había abusado, no tenía cómo. Las ramas crujieron muy cerca, Cecilia estaba cerca. La luna dibujó una sombra cercana.

Algo en su interior le dijo: "¡Sal y corre como nunca!". Eréndira apuntó hacia la sombra y al abandonar la covacha vio a Cecilia de espaldas. Allí la empujó en las piernas, la tumbó de nuevo. Le intentó morder la cara. Pasó encima de ella. La inhabilitó lo suficiente como para correr hacia lo desconocido, hacia otra granja quizá.

Esa noche Genaro perdió a todas sus ovejas. A María, a Celestina, a Chayo, a Lupe, a Toña y a Meche. Todas habían sido balaceadas por la escopeta de Cecilia. Todas, excepto una que se llamaba Eréndira y que se había escapado. Mientras corría hacia la libertad se le figuró en la mente el amor que había dejado atrás.

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