Tren Literario

Tren Literario
No hay peor libro que el no se escribe, al negarle la oportunidad de existir. -Kuvenn

viernes, 5 de marzo de 2021

Mariposas de papel.

Cierta novela estaba a punto de terminar. Sólo que el autor temía dar otro paso. Tenía a sus personajes bien colocados, como fichas de ajedrez a punto de lanzar un jaque mate. Había duda. Si se tomaba la dirección errónea, la novela iría a parar en el final caótico. ¿No era eso lo que la hacía interesante? Para el escritor no. Aquel día las ideas dieron varias vueltas en la cabeza, como mariposas que no terminan de revolotear y no se deciden por ninguna flor.

La pregunta más complicada era esta: ¿era justo perder el trabajo de toda una vida por las exigencias de un romance? Esta era la historia de un coleccionista de mariposas que había adquirido un vivarium. En él, gradualmente, se habían mudado diversas especies lepidópteras. Bajo el calor de un verano simulado en otoño el coleccionista había admirado los milagros, uno tras otro, como días fortuitos de reproducción. Tenía capullos. En las plantas se ofrecía el nacimiento de alguna oruga. En las flores libaban las mariposas maduras. En días con mucha suerte él podía ver el momento exacto de la liberación de la oruga para irse a volar.

Pronto llegó el contraste: una mujer conquistada por el amor, pero que tenía aberración a cualquier tipo de insecto. "Bueno", dijo él, "el vivarium está del otro lado de la casa y no tienes que acercarte. Estarás bien". Funcionó al principio, pero después ella sintió por las noches, en alguna pesadilla, que todas las orugas escapaban y se arrastraban por dentro de la cama, como pequeños monstruos hambrientos que se la comerían. "Pueden escapar, es mejor no tenerlas", concluyó ella. Cualquier hombre sensato hubiera dejado fracasar aquella relación injusta, con tal de no perder la pasión vital por la entomología. Él insistió que ninguna mariposa escapaba. Eran, además, insectos asociados a la belleza, a la libertad. ¿Cómo podían no gustarle a ella? Intentó indagar en su pasado, por si había algo en su infancia, pero ella sólo mostraba un horror por las criaturas.

Durante algunas semanas ella olvidó el vivarium, porque en la casa se hablaba de otras cosas: de flores, de perros, de paseos en el parque, de comidas favoritas. Cierto día él escuchó un grito parecido al que produciría una mujer que acaba de enterrarse un cuchillo: una mariposa limonera había entrado por la ventana de la cocina y se había parado en la nariz de la joven. Manoteó, gimoteó y huyó hacia las recámaras. Él, con precisión y calma fue por la red para capturar a aquel ejemplar. Una vez que la depositó en una jarra de cristal para llevarla posteriormente al vivarium, fue a consolar a su novia.

—¡Te dije que escaparían! ¡Ya comenzaron a salir! —dijo, nerviosa, mirando en todas direcciones por si veía alguna mariposa.

La verdad es que él no tenía mariposas limoneras. Había llegado desde muy lejos, era una de las especies que hacía falta allí. Él intentó explicar esto a la chica, que no era del vivarium, que no hacía daño, que no escaparía. Y cualquier mujer sensata se hubiera controlado, pero no ella. Advirtió que se iría, que no soportaba, que no olvidaría la aberrante sensación de las patas de la mariposa en su nariz. Pronto empacaba. Él intentó persuadirla, pero era demasiado tarde, ya había reunido su ropa, sus perfumes, sus cosas. Antes de que ella diera el último paso hacia afuera, él interrumpió.

—¿Y si cierro el vivarium? Ya no entraría allí. No te vayas.

Ella sólo se cruzó de brazos, allí en la entrada, de espaldas. Parecía que el chantaje silencioso estaba funcionando. En ese momento el coleccionista volteó hacia el cielo, como pidiendo a Dios una solución. Y en ese momento el autor estaba indeciso, no sabía por dónde continuar la historia. ¿Era justo cerrar el vivarium por ella?

—No lo cerrarás. Lo abandonarás completamente. O te vienes a vivir conmigo y renuncias a tu jaula de monstruos o te olvidas de mí —lanzó el ultimátum.

En ese momento el autor se quitó los lentes y se frotó los ojos. La chica se estaba pasando de lista, aunque fuera una creación de él. ¿En serio, amenazarlo a él, el escritor de la novela? Entonces simplemente cerró su bolígrafo y la libreta donde estaba escribiendo todo. Después buscó la página donde ella aparecía por primera vez. La arrancó y comenzó a recortar mariposas de papel con letras que echaban a volar tan pronto estaban delineadas con el recorte.

Y en ese momento, el coleccionista vio una transformación inverosímil y hermosa: la chica que unos minutos antes lo había chantajeado se deshacía ahora en múltiples mariposas de papel que se volvían un torbellino. Sin perder un segundo, fue por la red y atrapó a varias con mucho cuidado. Entró al vivarium y las depositó en alguna flor junto con la limonera.

—Ustedes dos vivirán en este encino de acá —dijo, mientras las veía volar—. Gracias, Dios mío.

Una verde y amarillo fluorescente, la otra blanca con literatura en las alas. La novela estaba terminada. 

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