Desafortunado desamor aquel que sufrió un hombre cuando se enamoró de una flor. La vio en esplendor, con los pétalos abiertos. La besó, le habló, le cantó y jamás se atrevió a cortarla de su jardín. Ella no tenía labios para corresponder los besos, ni voz para devolver las palabras amorosas. Por las mañanas podía entregar solamente el rocío, pero aquel hombre pensó que era el llanto de las incompatibles formas de la naturaleza. Estaba seguro de que existía allí en el tallo una savia palpitante que también lo amaba: no cabía duda de que en el interior estaba una mujer atrapada esperando ser amada.
Él pensó que los modos de demostración de afecto podían ser abastecidos tal y como lo hacían las flores: inclinándose con el viento, desprendiendo más fragancia por las noches. Él salía a verla también antes de irse a dormir: rozaba sus labios por el exterior de cada pétalo, aunque se le llenaran las mejillas de polen. Hacía frío, pero él era romántico: había ido por una frazada para cobijarla.
Otra preocupación importante eran los tiempos de vida. A él le sobraban años y a ella le faltaban días. A la rosa rosada le palidecieron las horas. En la comprensión de la belleza perenne, él no veía a una flor anciana, sino a una joven que agonizaba y que seguramente moriría joven. Había enmarcado la foto sobre su escritorio: allí estaba la rosa jovial, cuando apenas se abría el capullo, mostrando signos de adolescencia bajo la lluvia fresca. Él absorbió con fuertes aspiraciones la primera fragancia y abrazó la ingenuidad. Sobre el cristal de la foto había una fecha: 21 de marzo. No porque hubiera sido fotografiada ese día, sino porque le había robado el primer beso.
Las primeras noches él dormía en el jardín, junto con ella. Sacaba una colchoneta y almohadas. Se tomó el cuidado de extender una red para evitar los mosquitos. Allí, en noches especiales, le contó a ella anécdotas sobre las estrellas. Alejó cualquier plaga posible y ni siquiera a las abejas les permitía entrar en contacto con ella.
El 10 de abril comenzó la desgracia. Ahora perdía color y los pétalos endurecían lentamente. Y de forma contraria, el amor crecía. Él se disculpó por si le faltaron cuidados, él quería escuchar aunque sea en sueños la voz de la rosa. Se disculpó por parecer inmortal y soportar tantos años mientras la vida de las flores cruza el destino con excesiva fugacidad.
A la noche siguiente la bañó con un bálsamo que él mismo había preparado. Se sentó junto a ella para recordar el primer día en que se conocieron. No le importaba llenarse la ropa de tierra. Tomó el tallo y descubrió la más filosa espina. Con ella se pinchó la palma de la mano para intercambiar savia y sangre. Cuando la agonía no dio para más, la rosa rosada fue descubierta marchita en una mañana nublada.
Hizo los preparativos, excavó allí mismo otra zanja en el jardín para enterrar al amor de sus semanas. Encima colocó una carta que contenía un juramento. Y mientras se tocaba la cicatriz de la espina con los dedos de la otra mano, recordó esas palabras: llegaría un tiempo después de la muerte en que él sería un alcatraz, digno de ser amado por la rosa reencarnada en mujer que lo cuidaría mientras los días y las noches lo permitiesen.
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